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SORBOS DE CAFÉ

El acordeón

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El acordeón

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MARCO LUKE

Aceleré para evitar la luz roja, pero me interceptó el repentino ámbar del semáforo haciéndome frenar bruscamente.

El sol ardiendo en mi ventanilla no tardó en aprovechar la oportunidad, y burlón, comenzó a quemar mi brazo y mi cara, mientras que yo capoteaba sin éxito sus intensas embestidas.

La desesperación comenzó a aletargar la espera, haciéndome sentir encerrado en una caja de pavimento caliente y entre los metales de los otros automóviles, que parecían haberse puesto de acuerdo para reunirse todos en este trozo de la urbe.

Mientras yo resoplaba de calor y desesperación, un hombre apareció en la esquina, y en su pecho, alcancé a ver colgado un acordeón negro.

La piel áspera del sujeto, invulnerable a los incandescentes rayos del sol, dejaba una estela bronceada reflejándose en los variados matices de las carrocerías. Caminaba pasivo entre los coches tocando el acordeón con la expertiz que tienen sólo aquellos quienes ensayan a diario su instrumento. Su maestría en las teclas le daba tiempo para recolectar monedas de algunos voluntariosos.

Aunque le faltaba una tecla blanca, no impidió que las notas relajaran mi cuerpo y me olvidara por unos segundos de la monotonía vespertina.

En la esquina, justo en donde apareció el músico, un niño se llevaba a la boca un trozo de pan, pero sin quitar su vista de un libro, lo que terminó por convencerme y conmover mi bolsillo.

El semáforo cambió a verde y regresamos a la realidad del tráfico, rompiendo con la armonía musical y volviendo al caos del tránsito.

Cada tarde, pronosticando los estresantes embotellamientos vehiculares, decidí elegir el "camino del acordeón", como yo lo bauticé, para salpicar mi camino de un poco de hidratación artística, de hecho, de mi salario, había separado y dosificado la cuota que a diario pagaba al músico.

Su conocimiento musical y el castigo climático, bien lo merecía.

Por más de diez años recorrí la misma ruta, y creo que hubo más ausencias mías que del artista urbano y su pequeño hijo.

Sin embargo, en los últimos días, noté la ausencia del menor en la esquina donde, invariablemente, aunque a veces no le veía comiendo, siempre lo vi leer, calculando un par de libros mensuales.

Una de esas tardes, aprovechando la relación indirecta que la rutina había forjado entre el del acordeón y un servidor, por primera vez intercambiamos palabra.

No pude evitar preguntarle por su hijo y preocuparme por algo que hubiera pasado al que ya era un joven.

El músico, con su acordeón con menos teclas que una década antes, sólo me dijo: «Ya entró a la universidad»

«¡Qué bien!» Me dio gusto y reconocí su esfuerzo como padre. «Tenía que ser, si siempre lo tuviste bien alimentado» Añadí refiriéndome a la comida que siempre le proporcionó.

«Así es» respondió él «Nunca le faltó un libro que leer»

Escrito en: Sorbos de café acordeón, siempre, comenzó, diario

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