Las mujeres originarias de México
En noviembre de 2018 tuve la fortuna de formar parte de una delegación duranguense que asistió a la Huasteca potosina a un encuentro donde se discutió la participación de los pueblos indígenas en la política pública del Gobierno del presidente López Obrador. Hasta aquellos recónditos y exuberantes territorios y luego de varias horas de viaje llegamos dispuestos a conocer una nueva experiencia.
Durante todo el día observé el ir y venir de hombres y mujeres de todas las edades, muchos de ellos vistiendo con orgullo coloridos vestuarios y expresándose gallardamente en sus idiomas. Casi al final de la jornada, llamó poderosamente mi atención una mujer que a pesar de su complexión y su particular tono de voz sobresalía por encima del resto de sus compañeros.
Cuando inició su interlocución, todos guardaron silencio, hombres y mujeres se mostraron atentos a sus dichos y le prodigaron respeto. Luego comprendí la actitud de la mesa hacia ella; la mujer era líder de la comunidad que representaba y su figura de autoridad era entendida y acatada por todos.
Desde entonces, de manera recurrente, he pensado sobre el camino que como sociedad nos falta recorrer para el reconocimiento pleno a los derechos de las mujeres y más aún de las mujeres indígenas que, en nuestro país, son mayoría de entre los más de 25 millones de habitantes que se reconocen a sí mismos como integrantes de alguno de los 68 pueblos originarios que existen en México.
Tal reflexión volvió a mi mente hace algunas semanas cuando se conmemoró el Día Internacional de la Mujer Indígena (5 de septiembre) y muy pocos o casi nadie acusó recibo o dedicó algunas palabras a este sector de la población.
No es el presente texto un reproche o un intento por evangelizar o convencer, para nadie es un secreto que siempre resulta cierto el añejo dicho de organizaciones indígenas de mujeres: “si ser mujer en México significa vivir discriminación por el hecho de serlo, ser mujer e indígena, supone una doble discriminación”, pero esto no debe ser una excusa para invisibilizar, voltear a otro lado o ignorar la realidad.
La institución del Día Internacional de la Mujer Indígena se desprende de un hecho sucedido a finales del siglo XVIII en Bolivia: Bartolina Sisa, fue brutalmente asesinada y su cuerpo desmembrado y exhibido públicamente por oponerse a la colonización española y defender a sus hermanos de raza y de sangre. A pesar de lo cruentas que pudieran ser las imágenes, bien sirven para calar hondo al momento de reconocer el gran aporte de las mujeres indígenas al mundo, como dadoras de vida, guardianas del conocimiento ancestral, protectoras de nuestras lenguas originarias, defensoras de nuestros territorios y bienes naturales y en los últimos años, destacadas deportistas, artistas, luchadoras sociales, académicas o defensoras de los derechos humanos.
Son demasiados los nombres y resultaría insuficiente este espacio para reconocerlas; por lo que prometo hablar de ellas con más amplitud en las próximas entregas. Por lo pronto, sirvan estas líneas para aplaudir y desear larga vida por todo lo que nos han dado y han hecho por este país: a Martina García Cruz, artesana hñahñu y promotora del arte popular; a Agripina Patricio Ramírez, traductora y promotora de la cultura mixe; a Gilberta Mendoza Salazar, traductora de lengua náhuatl; a Magdalena García Durán, mazahua y defensora de Derechos Humanos; a Amparo Molotla Xolalpa, escritora y defensora de la cultura de los pueblos originarios; a Leticia Aparicio Soriano, investigadora, académica y luchadora social; a Irma Juan Carlos, chinanteca, bióloga y actualmente diputada federal; a Guadalupe Martínez Pérez, comunicadora; a Emiliana Cruz, antropóloga; a Araceli Peralta Flores, historiadora; a María Lorena Ramírez, rarámuri y corredora de alto rendimiento; a Jaqueline Roque, zapoteca y fotógrafa premiada por la ONU y a Yalitza Aparicio, triqui y actriz nominada al Oscar.