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Las calles del mar

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MARCO LUKE

Las olas se rompían bruscamente contra las piedras de una pared carcomida.

Esas casas construidas a mediados del siglo XX lejos de la orilla del mar, hoy lentamente las reclamaba el océano.

El oleaje arrullador acariciando la arena, entraba suave por la ventana donde alguien dormía. Hoy, agresivo, se lleva el último trozo del marco de madera que pendía de esa pared en donde sólo las varillas salpicadas de óxido sostienen los recuerdos de una velada que jamás volverá.

Y mientras yo era testigo de esa lucha donde invariablemente el mar de Cortés terminaría por llevarse la victoria, parecía haberse detenido el tiempo en esa escena. Una Semana Santa más caminando por las calles rústicas y arenosas de la playa "La Biznaga".

Esa calle improvisada por los eventuales colonos, quienes aprovechaban cualquier fin de semana, y con mayor razón vacaciones, para despejarse de la rutina y llenarse de energía marítima.

La base de piedra, suficiente para que los autos pudieran transitar, le daba un toque aún más pueblerino a la colonia, pero sin duda, también era una prueba de la superioridad de la naturaleza sobre el hombre, pues la arena iba paulatinamente reclamando su terreno que gracias a las huellas dejadas por las llantas de los vehículos, hace tiempo que las piedras hubieran quedado enterradas para siempre.

No pude evitar recordar una fotografía de las primeras excavaciones de Teotihuacán, donde, Dios con su mano, habían cubierto esas enormes pirámides, esos colosos que tan orgullosa hoy la humanidad presume como superioridad. Supongo que así se escuchan las carcajadas del tiempo.

Ahí he dejado mis huellas también. Mis pies descalzos han caminado cientos de pasos por esas callejuelas, y aún puedo cerrar mis ojos para sentir mis oídos saturados por el viento vigoroso, arrancando con su frescura los rayos solares cicatrizándose.

Y también tuve que dejar en uno de esos días, mi esperanza, la que con ansiedad desea volverte a ver como aquel sábado santo.

Ese día, no tuve el valor de detener mis pasos, pero mi corazón se detuvo para siempre en ese instante. Tu piel morena y tu cabello ondulado frisado por la húmeda brisa, dejaron a la deriva mis ojos que todavía añoran verte sonreír tras de una fogata nocturna mientras el arpegio de una guitarra ameniza mi anónima contemplación.

Ahora, los años han pasado, pero mi espíritu no se ha movido de esa playa.

El fuego se apagó, las cenizas se dispersaron, los amigos ya no lo son, y cada uno de los que cantaron aquella noche, hoy intentan vivir.

Veinte años después, mis esfuerzos por dejar huella en la historia no son tan satisfactorios como las huellas que dejé en la arena.

Porque a pesar de los placeres, hoy me doy cuenta que duele más no haber tocado tus manos, que la frustración de no poder cambiar la historia del mundo.

Escrito en: Sorbos de café huellas, calles, mientras, ojos

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