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De Política y Cosas Peores

ARMANDO CAMORRA

Una vez. Tal es lo generalmente acostumbrado. Dos veces. Lo explica el ardimiento de la noche de bodas. Tres veces. Eso se pasa ya de la normalidad. Cuando la recién casada le pidió a su flamante maridito que lo hicieran una cuarta vez él se declaró incapaz de obsequiar tal deseo, y cayó, exangüe y agotado, de espaldas en el tálamo nupcial. Inmediatamente la desposada llamó por el celular a su mamá y le dijo contenta y orgullosa: "¡Mami! ¡Acabo de descubrir que las mujeres no somos el sexo débil!". Babalucas le contó a un amigo: "Me compré un reloj muy fino". Preguntó el otro: "¿Qué marca?". "Pos las horas, pendejo -se enojó el tontiloco-. Es reloj, ¿qué querías que marcara?". La esposa de don Languidio le confió a su vecina: "Mi marido ya no es el mismo desde que le cayó en la entrepierna aquel ablandador de carnes". (No le entendí). La linda chica se probó el pantalón en el vestidor de la tienda. Salió y le dijo a la vendedora: "Me aprieta tanto que apenas puedo respirar. Me lo llevo". Don Martiriano le comentó a doña Jodoncia, su señora: "La parte que me gustó más de la película fue cuando la mujer de la fila de adelante te dijo que te callaras". Grande fue la sorpresa de Pasita al encontrar a su marido, hombre de 70 años, en conjunción carnal con una estupenda morenaza. Antes de que la atónita señora pudiera pronunciar palabra le dijo su consorte: "El médico lo único que me prohibió fue el cigarro y el alcohol". Don Cucurulo, senescente caballero, cortejaba con discreción a la señorita Solia, célibe de muchos calendarios. Una tarde la invitó al cine. En la oscuridad de la sala le dijo ella a su cortejador: "Cucú: si va usted a ponerse atrevido apúrese, porque la película ya va a terminar". No sé si en el Cielo lean periódicos. De ser así espero que esto no lo lea mi tía Crucita, que seguramente vive en la morada celestial. Dos cualidades tenía ella: la buena sazón y la humildad. Llegaba yo, muchachillo de 8 años, a comer en su casa campesina después de haber pasado toda la mañana corriendo con mis primos por el campo, trepando a los árboles del huerto y chapoteando en el estanque de las ranas. Le decía a aquella bonísima mujer: "¡Qué comida tan sabrosa, tía!". Me explicaba: "Es que está guisada con salsa de San Bernardo". Le preguntaba yo, curioso: "¿Qué salsa es ésa?". "El hambre, Armandito; el hambre". Mi tía Crucita nació en la Laguna de Sánchez, poblado de Nuevo León que en los pasados tiempos tenía mucho trato con el Potrero de Ábrego. Ahí se elaboraba clandestinamente un mezcal que con dos tragos te hacía olvidar todos los quebrantos del cuerpo y casi todos los del alma. Las fachadas de las casas estaban adornadas con altorrelieves -un barco de vela; un ramillete de flores; un caballo- que los lugareños hacían con una pasta de arcilla blanca. A la distancia el pueblo parecía de cristal. Por dentro las viviendas albeaban de limpias, y en todas había colchas y manteles tejidos en labor de gancho por las hacendosas mujeres del lugar. Cuando llueve mucho una gran extensión de tierra se llena de agua -generalmente eso es lo que llueve-, y se forma una laguna que da su nombre al sitio junto con el apellido de su fundador. Dije que espero que mi tía Crucita -Sánchez, desde luego- no lea esto en el Cielo. Sucede que en el incendio de la sierra las llamas amenazaron en tal modo a la Laguna que sus habitantes tuvieron que ser evacuados. Si mi tía se enterara de esa tragedia que arrasó los bosques de la montaña seguramente lloraría de pena. Por eso borraré este artículo cuando mis cuatro lectores acaben de leerlo. FIN.

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