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RENÉ DELGADO

Cuando se observa de conjunto el desastre nacional heredado y, a la vez, la voluntad de entrar al rescate, pero con decisiones atrabancadas, dan ganas de pegarse a la pared y esperar que el porvenir no deje un país aún más lastimado, confrontado y frustrado en el anhelo de hacer de la alternancia una alternativa.

Dos veces se ha perdido la oportunidad, la tercera podría ser la vencida.

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El cuadro prevaleciente pareciera perfilar dos posturas nostálgicas: una por el pasado remoto, otra por el pasado reciente y ninguna por un futuro mejor y moderno, justo y democrático. Una queriendo echar atrás el calendario, revitalizando al Estado; otra, queriendo echar atrás el segundero, borrando al Estado con la goma de la autorregulación del mercado. Ambas, curiosamente, radicales.

Esas posturas se muestran atrincheradas. Empeñadas en defender, por decreto o amparo, su respectivo proyecto sin ánimo de encontrar un lenguaje común y construir puentes de entendimiento. Renegando de la posibilidad de reconocer el límite y el horizonte de su actuación. Repudiando la idea de gestar y parir un nuevo tiempo mexicano compartido o configurar, al menos, un momento largo y cierto que dé un respiro a la nación, no sólo a éste o aquel grupo social.

No se percibe la decisión de consolidar la democracia, crecer con desarrollo, abatir la desigualdad y garantizar la seguridad ciudadana. Y, entre ambas posturas, la gente rebota, acariciando sin asir los anhelos ni espantar hasta ahuyentar las pesadillas. Y el tiempo corre, amenazando como tantas otras veces con una caída, de la cual habría que levantarse sólo para tropezar de nuevo.

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En el fondo, dos poderosos grupos político-sociales, uno mayoritario y uno minoritario, afectados por dogmas no necesariamente de signo contrario, pero sí con diferencias sustanciales, se disputan qué estrategia seguir para asegurar los pilares de su respectivo proyecto e impedir que el otro haga del suyo una estructura inamovible.

En ese juego riesgoso -por no decir, peligroso-, unos simulan aceptar el resultado electoral, pero no la consecuencia política; y otros pretenden darle al mandato recibido un valor superior al expresado en las urnas. Vamos, unos apuestan al fracaso rápido del adversario y otros a imprimirle velocidad a la acción para conjurar la reacción del contrario.

Y, desde luego, más allá de las campañas emprendidas por unos y otros en pos de su respectiva causa, la realidad, el tiempo y la circunstancia juegan sus cartas. ¿Qué hora es? Se preguntan. Unos madrugan, otros se desvelan.

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Cuando se cobra conciencia del número de muertos, heridos y desaparecidos a causa de la violencia criminal, pero sobre todo de la impunidad y la indolencia. Cuando se reconoce la ruina en que dejaron la industria relacionada con el petróleo, la refinación y la petroquímica. Cuando se levanta el inventario de obras inconclusas con sobrecosto, corrupción y sin sentido. Cuando se realiza el censo de hospitales y clínicas construidos para nunca equiparlos ni operarlos. Cuando aparecen las fotos de residencias y propiedades, producto del soborno de ex servidores públicos, por parte de contratistas o se advierte el saqueo confabulado de recursos públicos. Cuando duele y entristece el diario desfile de desempleados, vendiendo no importa qué cosa en los cruceros o simplemente pidiendo una limosna. Cuando provoca rabia la pusilanimidad de muchos políticos en su desempeño. Cuando uno se topa con dirigentes obreros con más anillos que callos. Cuando, en nombre del dominio de la técnica y el conocimiento, se mira el despilfarro de recursos por parte de consejeros y comisionados que hicieron de la autonomía, el justificante de un gasto increíble sin amparo en los resultados. Cuando se mira la inocultable concentración de la riqueza y la brutal expansión de la pobreza o la marginación de los indios... resulta imposible negar la necesidad de cambiar el régimen político y el modelo económico, asumiendo la consecuente sacudida y turbulencia.

Sin embargo, cuando el cambio se conduce con prisa y sin mucho pensarlo. Cuando se advierten, en la aparente humildad, visos de soberbia. Cuando, pese al supuesto repudio por la venganza, se nota cierto rencor en la acción. Cuando se mide con doble vara a fieles y sacrílegos. Cuando el poder tapa los oídos. Cuando la denuncia adquiere tinte de escarnio. Cuando se procede a partir de una visión maniquea, sin prestar atención a detalles y matices. Cuando se emprenden políticas sin dominar la administración ni calcular el efecto no deseado. Cuando la tenacidad deriva en capricho. Cuando se resiste reconocer aciertos de otros y se desmantela aquello que funciona... inquieta que la urgencia del cambio se traduzca en un nuevo tropiezo.

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El país lleva dando tumbos a lo largo del siglo sin dirección ni rumbo, bajo el amparo de más vale hacer lo de siempre, aunque el resultado sea el mismo. Dieciocho años es mucho.

Tal mediocridad y tal conformismo de la clase política anterior fue rompiendo el tejido y generando un odio social que, por fortuna, no acabó de reventar, pero alentó la violencia criminal. El malestar social, sin embargo, subyace y puede cobrar vigor si no hay una respuesta eficaz de gobierno.

Otra vez, después de dos ocasiones anteriores, el país tiene la oportunidad de hacer de la alternancia una alternativa, siempre y cuando cimente la posibilidad en un entendimiento básico entre los distintos sectores y actores económicos, sociales y políticos involucrados en el intento.

Jugar a las vencidas, tender zancadillas o tropezar por las prisas sólo provocará una derrota significada en un nuevo fracaso nacional. No se puede desperdiciar ni dejar ir la oportunidad presente.

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Escrito en: Sobreaviso Cuando, nuevo, país, tiempo

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