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Urbe y Orbe

Torreón, una metrópoli global

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ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

Qué tienen en común el Toledo milenario con el Torreón apenas centenario? Más de lo que pensamos. La globalización o mundialización, ese fenómeno que por error creemos exclusivo de nuestra época, ha propiciado el intercambio de mercancías y tendencias en amplias zonas territoriales al igual que motivado el flujo de capitales y personas en distintas etapas de la historia humana. Justo en el momento en que se cumplen 500 años de uno de los grandes hitos de la globalización, el primer viaje alrededor del mundo por parte del portugués Fernando de Magallanes y el español Juan Sebastián Elcano, debemos recordar que se trata de un fenómeno que se desarrolla dentro de un entorno de mínima apertura de las sociedades y los estados, los cuales, ensimismados o autárquicos no podrían integrarse en un sistema mundial. Sólo así es posible entender la presencia de corrientes culturales, artísticas, filosóficas y religiosas muy lejos de donde tuvieron su origen. Es lo que pasa con el arte neomudéjar, una tendencia estilística que llegó a La Laguna cuando ésta se encontraba en plena explosión de su desarrollo urbano, e integrada en el sistema global que hegemonizaba el Imperio Británico. Torreón, y La Laguna en general, era un eslabón más en la cadena productiva internacional que tenía como ejes el algodón, la industria textil y la máquina de vapor. Torreón era, a su corta edad, una urbe global. La llamada Casa Mudéjar, ubicada en el número 66 de la calle Ildefonso Fuentes y hoy en restauración, es un vestigio vivo de ese primer Torreón globalizado.

La peculiar casa data de 1907, año en el que Alberto Álvarez García, un médico de origen tapatío, la mandó construir poco tiempo después de haber arribado a estas tierras atraído por la pujanza de Torreón y La Laguna. Es el mismo año en el que Torreón es elevado al rango de ciudad, apenas 14 años después de haberse erigido como villa y cabecera de un municipio. Y es que, en el corto lapso de tres décadas, esta comunidad pasó de tener unos cuantos cientos de habitantes a contabilizar varias decenas de miles, convirtiéndose en la urbe de mayor crecimiento en el norte de México y una de las más progresistas junto con Monterrey. La causa de ese desarrollo era clara: el cultivo del algodón, insertado en un mercado global dominado por el Imperio Británico, la potencia hegemónica de la época, había consolidado un modelo económico basado en el sector primario, pero con fuertes implicaciones en el sector secundario, es decir, el industrial. El flujo de capitales motivó la creación de empresas de diversos tipos, muchas vinculadas con el algodón y que comenzaban a poblar el naciente paisaje urbano lagunero, lo cual, en conjunto, atrajo mano de obra de otras partes del país y del mundo. La escasa población local convivía con mexicanos provenientes del sur y con inmigrantes chinos, palestinos, libaneses, españoles, alemanes, ingleses y estadounidenses, principalmente.

Ese Torreón industrioso, global y cosmopolita, aunque ya con las fuertes contradicciones sociales y económicas que lo convirtieron en uno de los escenarios principales de la guerra civil iniciada 1910, fue el que encontró Alberto Álvarez a su llegada. Al parecer, el médico tapatío poseía recursos, una amplia cultura y un marcado gusto por los viajes. Según datos del historiador Carlos Castañón, director del Archivo Municipal de Torreón, luego de obtener su especialidad en Francia viajó a España, en donde entró en contacto con ese peculiar estilo arquitectónico que reprodujo en su vivienda. Probablemente lo que vio y enamoró a Álvarez fue la tendencia historicista del neomudéjar, no el mudéjar en sí. La diferencia es importante para entender que Torreón, en el cambio de siglo, estaba en el mapa de una de las principales corrientes arquitectónicas de la península ibérica. Porque el neomudéjar es un estilo desarrollado particularmente en España a finales del siglo XIX y principios del XX, que se circunscribe en una tendencia global orientalista conocida como neoárabe. Entre los principales exponentes de la entonces nueva tendencia destacan Emilio Rodríguez Ayuso y Lorenzo Álvarez Capra, autores de la plaza de toros de Fuente del Berro de Madrid (inaugurada en 1874), y José Espelius, autor de la plaza de toros de Las Ventas, que sustituyó a la anterior en 1934. Arcos de herradura y lobulares, columnas ornamentadas, predominio del ladrillo y llamativas decoraciones sobre yeso son las principales características.

Pero la historia de esta corriente se remonta varios siglos atrás. El neomudéjar está inspirado en el arte mudéjar desarrollado en Toledo a finales de la Edad Media. Los arquitectos que lo aplicaron buscaban una solución económica para la construcción de grandes obras monumentales, y en su investigación se toparon con las obras llevadas a cabo por los mudéjares entre los siglos XII y XV en Toledo, al sur de Madrid. La característica principal es la utilización del ladrillo, la mampostería, la madera y el yeso con una rica ornamentación que por los materiales no requiere tantos recursos como otros estilos. Los arquitectos del neomudéjar no sólo retomaron esos materiales, sino que adoptaron el estilo antiguo y le imprimieron su sello revisionista. ¿Pero quiénes eran los mudéjares? Se trata de la población musulmana de Toledo que mantuvo sus costumbres y religión una vez que la ciudad fue reconquistada por los cristianos. Herederos de una rica tradición artística y artesanal islámica, los mudéjares se dedicaban a construir y decorar casas, templos y palacios y para ello retomaban los estilos de Oriente Medio adaptados a la también rica tradición de la península ibérica, en donde habían dejado huella los estilos romano y visigodo. Así, el mudéjar abreva de corrientes tan diversas como las encontradas en el mundo islámico, sobre todo en Siria, Egipto y África del Norte, y el mundo post grecolatino de Constantinopla, Sicilia y Rávena, principalmente. A esto hay que sumar el románico y el gótico, desarrollados casi a la par que el mudéjar con una influencia mutua.

La ciudad de Toledo tiene una gran importancia no sólo en la historia de España y Europa, y, aunque no lo parezca a simple vista, su nacimiento guarda algunas semejanzas con los orígenes de Torreón, salvada la distancia temporal de dos mil años. Antes de fincarse como una urbe en forma, Toledo fue un asentamiento irregular de tribus aborígenes (las carpetanas) hasta la conquista de la península por parte de Roma. Alrededor del año 193 antes de nuestra era los romanos fundan, en las márgenes del río Tajo, Toletum (de donde viene el nombre actual de la urbe), que en unas cuantas décadas adquirió relevancia debido a una actividad del sector primario: la minería y, específicamente, la extracción del hierro, metal imprescindible para la enorme maquinaria imperialista de Roma, potencia hegemónica de la época. Pero la historia de Toledo es basta y evidencia del auge y caída de civilizaciones. La crisis del mundo romano de los siglos III y IV de nuestra era propició la decadencia de la ciudad hispana hasta una nueva conquista: la de los visigodos, pueblo germánico oriental que estableció en Toledo la capital de su reino en el año 418, el cual floreció hasta la llegada de los omeyas a la península en 711, con la que comenzó una era de renacimiento cultural caracterizado por la convivencia de cristianos, musulmanes y judíos. Tras el colapso del Califato de Córdoba, Toledo se constituyó en una efímera taifa hasta la reconquista cristiana en 1162. Es en este momento que comienza a desarrollarse el arte mudéjar que servirá de referencia a los arquitectos españoles de finales del siglo XIX y principios del XX para crear el neomudéjar, mismo que llega a Torreón en esa misma época gracias a la visión de personas como Álvarez García y otros espíritus cosmopolitas.

Las características del estilo neomudéjar se conservan en Torreón no sólo en la finca 66 de la Ildefonso Fuentes. El Teatro Isauro Martínez, la Torre del Reloj de Lerdo, el Torreón de Presidente Carranza y Leona Vicario, son algunos de los más importantes vestigios de esa corriente arquitectónica en La Laguna. Vestigios que nos recuerdan el pasado de una metrópoli-región que nació conectada con el mundo, atenta a las tendencias económicas y artísticas globales. Un pasado que bien vale la pena rescatar, conservar y revisar, como ocurre actualmente con la Casa Mudéjar, no sólo para evitar que se pierda -como se perdió la famosa Alhambra de Colón y Matamoros-, sino también para incentivarnos a creer que Torreón y La Laguna puede ser esa metrópoli global y vanguardista que una vez soñó y se empeñó en ser. Pero para ello, hay que aprender de nuestros errores pretéritos, porque, así como puede inspirarnos, ese pasado también nos desnuda en nuestra fragilidad social, política, ambiental y económica como una región que lucha por encontrar su lugar en México y el mundo, un México que, como entonces, vive la transición a un nuevo régimen político, y un mundo que, también como entonces, vive el caótico derrumbe de una hegemonía, la estadounidense. Ojalá que la valiosa restauración de la casa Mudéjar redunde en una necesaria reflexión que nos inspire a resolver nuestros problemas, con un pie en el pasado, otro en el presente y la mirada puesta en el futuro.

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