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Editoriales

El jurado popular en México

Enrique Arrieta Silva

Leyendo un ensayo de mi buen amigo el Dr. José Ovalle Favela, sobre el jurado popular en México, publicado en Criminalia, órgano oficial de divulgación de la Academia Mexicana de Ciencias Penales, año XLVll, números 7-9, julio-septiembre, 1981, decidí echar a retozar mi pluma en tema de suyo importante.

Dice Ovalle Favela que en nuestro país se ha atribuido al jurado popular el conocimiento de los delitos de imprenta, de los delitos comunes y de los delitos oficiales. Delimitando mi tema he de decir que me ocuparé del jurado popular, únicamente por lo que respecta al conocimiento que tuvo de los delitos comunes.

Como bien lo asienta Ovalle Favela, la preocupación por el jurado popular surge en México, hasta el inicio de la segunda mitad del siglo XIX.

Es así como el presidente Benito Juárez promulga la Ley de Jurados en Materia Criminal para el Distrito Federal, lo que origina que algunos Estados de la República, bajo la influencia de esta ley, promulgaran también leyes sobre jurados populares.

Para obviar detalles, me referiré únicamente a la Ley Orgánica de los Tribunales del Fuero Común en el Distrito y Territorios de la Federación del 9 de septiembre de 1919.

Siguiendo a Ovalle Favela, se pueden delinear los principales rasgos del jurado popular contemplado en la ley citada, en el párrafo inmediatamente anterior, que fue por cierto la penúltima en regular el jurado popular en la capital del país. A grandes trancos, son los que siguen.

El jurado se integraba por nueve ciudadanos y emitía su veredicto en todos los procesos penales de la competencia de los jueces de lo penal, exceptuando las causas concernientes a delitos con pena inferior a dos años y a los delitos de bigamia, abuso de confianza, fraude contra la propiedad, quiebra fraudulenta, concusión y peculado.

Los jueces de lo penal, una vez concluida la instrucción, convocaban al jurado popular para que emitiera el veredicto sobre los hechos, con base en el cual los jueces debían emitir su sentencia, absolviendo o imponiendo una pena de prisión, según fuera el veredicto del jurado de inocente o culpable.

La misma integración y competencia del jurado popular fueron conservadas por la Ley Orgánica de los Tribunales del Fuero Común en el Distrito y Territorios Federales del 31 de diciembre de 1928.

Y así se llega hasta el Código de Organización, de Competencia y de Procedimientos en Materia Penal para el Distrito y Territorios Federales de 4 de octubre de 1929, que suprime el jurado popular, mismo que acaso había visto sus mejores tiempos en los años que corren de 1919 a 1929.

Pese a ello el jurado popular no ha quedado completamente en el olvido y de vez en vez resurge en la doctrina el debate sobre la conveniencia o no de reimplantarlo.

En los mejores años del jurado popular, llegó a dominar lo que se dio en llamar “El Cuadrilátero” debido a que estaba formado por cuatro abogados, que siendo extraordinarios oradores, las ganaban de todas, todas, obteniendo sonados triunfos en los procesos que más llamaban la atención de los capitalinos y de la opinión publica nacional. Ellos son, a saber: Nemesio García Naranjo, Querido Moheno, Olaguíbel y José María Lozano.

En esos años, el público abarrotaba la Sala de Jurados, siguiendo con suma atención e interés las espectaculares intervenciones de fiscales y defensores, enfrascados en un verdadero duelo de oratoria, tratando los primeros de convencer a la audiencia pero principalmente al jurado de que el procesado era el mismísimo demonio y los segundos que era una blanca palomita y de pureza angelical. Discursos hubo que llegaron a ocupar cinco horas sin que cayera la pesada loza del aburrimiento. Las redacciones de los periódicos nacionales más importantes enviaban a sus reporteros a cubrir esas jornadas, las cuales eran reseñadas y atraían la atención de miles de lectores.

Al finalizar el año de 1929, es suprimido el jurado popular en el conocimiento de los delitos comunes, esgrimiéndose como principal argumento que era una fábrica de absoluciones.

En abono del anterior argumento hay que considerar que algunos de los más sonados casos eran de bellas auto viudas, mismas que con su cara angelical y de inocencia y el fogoso y enternecedor discurso de su defensor que se encargaba de poner como lazo de cochino al muerto y como personificación de todas las virtudes a la acusada, que era bella y mártir, obtenía la declaración de inocencia por parte del jurado invariablemente, que obedecía más bien al sentimentalismo y al verbo que a la justicia y al derecho.

Los abogados penalistas de aquel tiempo del jurado popular, quienes por cierto ocuparon también algunas páginas de los famosos libros del Archivo Casasola, eran más oradores y poetas que juristas, pues más que argumentos jurídicos, los que además el jurado no comprendería, atiborraban a sus oyentes y a los integrantes del jurado popular compuesto por ciudadanos insaculados con expresiones vibrantes y enternecedoras eran, pues, penalistas oradores. pero no penalistas juristas.

Esta etapa la describe muy bien el señor licenciado Sergio Vela Treviño, en las palabras pronunciadas en honor del señor licenciado Raúl F. Cárdenas, ilustre penalista cuya acción se dio en tiempo posterior al jurado popular: “La actividad del penalista, antes de la aparición del licenciado Cárdenas y sus contemporáneos, era llevado por seres valiosos en el manejo del lenguaje, con la maravillosa capacidad para tocar la fibra sensible del hombre juzgador con sus palabras emocionadas y bellamente dichas; eran los penalistas oradores que alcanzaban los más destacados éxitos provocando lágrimas de ternura, aun cuando para ello tuvieron que sacrificar el ideal de la justicia”. (Criminalia, año LVII, Nos. 1-12, México, DF, ene-dic. 1991, página 23 ).

El mismo Nemesio García Naranjo reconoce lo anterior de cierta manera cuando escribe en su libro de memorias El crepúsculo porfirista, publicado por Factoría Ediciones, México, 1998, página 117, que el salón de jurados del Palacio Penal era la mejor escuela de oratoria y menciona como grandes maestros a Diódoro Batalla, Jesús Urueta y José María Lozano.

En resumidas cuentas, ¿será recomendable o no el jurado popular a la altura de nuestros tiempos?

Pienso que no. El jurado popular podrá ser todo lo democrático que se piense y que se quiera, en cuanto participan elementos del pueblo en la administración de justicia y en cuanto el enjuiciado es juzgado por sus pares o iguales, pero no es muy jurídico por la sencilla razón de que quienes integran el jurado no tienen conocimientos jurídicos para poder apreciar las pruebas y los argumentos sobre la culpabilidad o inocencia del sometido a juicio, pues para ello no basta el sentido común, que además como dicho está no es muy común, sino que hacen falta largos años de estudio y entrenamiento en escuela y facultades de Derecho, así como en el gabinete profesional y tribunales.

Al jurado popular bien se le puede decir lo que le dijo Eduardo Coke, Justicia Mayor del reino a Jacobo I, rey de Inglaterra, quien pretendía poder juzgar personalmente en cualquier causa, porque consideraba que la ley se basaba en la razón y él poseía tanta razón como los jueces: “Los casos que atañen a la vida, a la herencia, a los bienes o al bienestar de los súbditos de su Majestad... no pueden decidirse por la razón natural sino por la razón artificial y el juicio de la ley, la cual es un arte que requiere largo estudio y experiencia, antes que un individuo pueda llegar a conocerla a fondo”. (Felipe Tena Ramírez, Derecho Constitucional Mexicano, Editorial Porrúa, 1996, página 214).

Dejo, pues, en su buena opinión y fama al jurado popular, pues estimo que cubrió una etapa muy romántica del Derecho Penal mexicano y que es merecedor de investigación y estudio, así como de respeto y reconocimiento, pero hasta allí. Es cuanto.

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