No se sabe qué admirar más en la personalidad de Ernesto de la Torre Villar, muerto la semana pasada, a los 91 años. Era un profesor con plena conciencia de su misión formadora, dispuesto al trato paterno o fraterno, según el caso, con sus alumnos. Era un investigador de producción caudalosa, de paciencia diligente. Entendió la importancia de los documentos y fue tras ellos. Amó los libros, y por ello los hizo y los reunió. Fue un funcionario eficaz y competente, creador de por lo menos dos instituciones de ya larga trascendencia.
Fue miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia y la Academia Mexicana de la Lengua. En esta última ocupó la silla XXIX, para la cual fue elegido el 14 de marzo de 1969; tomó posesión un año después, el 13 de marzo de 1970, y se retiró el 23 de noviembre de 2006 por quebrantos de salud.. Lo antecedió en ese sitial académico el padre don Ángel María Garibay quien, al hablar del estudio introductorio de De la Torre a La Constitución de Apatzingán emitió un juicio que cuadra a toda la obra de don Ernesto. Ese libro, dijo el célebre nahuatlato, está “perfectamente documentado” por lo que “no hay con qué agradecer (a De la Torre) la colección (de documentos) que nos hace. No se hallaban, o era necesario tener tiempo sin medida y paciencia de Job para que los hallaran en bibliotecas o hemerotecas y demás tecas”.
En igual sentido se expresa la doctora Begoña Arteta, en la semblanza sobre el académico recién fallecido motivada por ser recipiendario, en 1987, del Premio Nacional de Ciencias y Artes, mismo año en que don Ernesto había recibido el premio Universidad Nacional: “ha rescatado para la historia de México una gran cantidad de documentos inéditos de la época colonial y del siglo XIX en diferentes bibliotecas, y sus acuciosos e innumerables estudios aportan nueva luz a la investigación histórica; con su cátedra y ayuda personal encauza muchas vocaciones de sus alumnos a la investigación”.
Nombrado director de la Biblioteca Nacional en 1965, insertó plenamente a esa institución en la Universidad Nacional, a la que la república la había confiado en 1929. Con ella y con la Hemeroteca Nacional don Ernesto fundó el Instituto de Investigaciones Bibliográficas, de que fue el primer director. Ese instituto tiene un status peculiar en la UNAM, pues a sus funciones académicas añade los servicios al público, como hacen las dependencias administrativas.
Poco después le fue dado ofrecer una nueva muestra de su aptitud de organizador. Creado en 1981 por decreto presidencial el Instituto José María Luis Mora, dedicado a la historia y las ciencias sociales, se le pidió que lo dirigiera y lo hizo hasta 1984. Sentó entonces las bases de su inicial desarrollo, a partir de las cuales el Instituto Mora (como sintéticamente se le conoce) ha alcanzado una madurez que lo tiene entre los principales establecimientos de investigación y docencia en el país.
Es imposible contener en este espacio la extensa bibliografía que durante más de medio siglo aportó De la Torre al conocimiento del ser colectivo mexicano. Hombre de múltiples intereses, abordó una amplia gama de asuntos, desde su primera obra publicada en 1944. A mi juicio, la cima de su tarea como aportante de fuentes directas a la indagación histórica la alcanzó con la publicación de Lecturas históricas mexicanas, una robusta obra en cinco volúmenes aparecidos a partir de 1966. La magnífica primera edición la realizó Empresas editoriales, dirigida por Rafael Giménez Siles con el auspicio de Martín Luis Guzmán. De ella dijo el propio compilador al advertir sobre el carácter de la obra a punto de ser editada por segunda vez, en ese momento por la Universidad Nacional:
“Esta obra preparada para servir de instrumento de trabajo a los estudiantes, y de solaz a los muchos lectores que tiene el arte de Clio, se hizo posible gracias a la comprensión y amplitud intelectual de don Martín Luis Guzmán quien, al entender su finalidad, me impulsó a llevarla a buen término. Habiéndose iniciado su publicación en 1966, ha sido utilizada ampliamente por los estudiosos de la historia, quienes han visto en ella provechosa fuente de trabajo. Muchos lectores han encontrado en sus páginas un resumen integral de la historia mexicana escrito por sus propios actores y autores; otros, la información breve y precisa acerca de sus más importantes historiógrafos, de sus obras y de sus preocupaciones históricas; y los más, la posibilidad de acercarse directamente a los numerosos testimonios de nuestro acontecer histórico y de recrear, a través de ella, la vida, las ideas y la acción de otros tiempos.
“Preparada sin la pretensión de ser una historiografía mexicana, la introducción de este libro ha servido de pauta que enmarca ese trabajo y debe ser completada con investigaciones particulares. Las tablas cronológicas que aparecen al final de la obra proporcionan las referencias universales dentro de las cuales se produce nuestra historia y la obra de sus historiógrafos, lo cual aumenta la utilidad de estas lecturas”
Como bibliógrafo y bibliófilo, De la Torre escribió entre otros sobre el tema, el Elogio y defensa del libro, instrumento al que llamó “pensamiento no fosilizado o muerto sino vivo y actuante”. La materia en que se sustenta ese pensamiento, dijo, “podrá ser destruida, mas él permanecerá vivo, ejercerá su acción transformadora, pues el pensar significa engendrar ideas nuevas así como modificar las ya existentes”.