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SORBOS DE CAFÉ

Los muertos de campanario (parte 10)

Los muertos de campanario (parte 10)

Los muertos de campanario (parte 10)

MARCO LUKE

«¡Sucede que hasta aquí llegaste, cabrón!» Dijo Pedrito con un dejo de rabia. Alberto quiso contestar la sorpresiva respuesta del torpe oficinista pero lo atrajo más la respuesta de Federico.

«Te dije que encontraras al asesino de "los disfrazados" o que lo "fabricaras", pero... te falta mucho, querido amigo, en estas artes de la política.»

«Tú eres el asesino de esos "disfrazados... ¿cómo es que no lo supuse?» Acusó Alberto a su ex mejor amigo, satisfecho de la epifanía tardía llegando a su mente.

«Somos» Contestó Nava, apuntando con la luz a sus acompañantes. «No les quites el mérito a los señores. ¡Son todos unos maestros!» Estos se inclinaron a penas, como recibiendo una ovación.

«¿Tu también Laura?»

«No. Ella no.» Se adelantó el comandante Nava. «Con esa cara de ángel, no sería capaz de hacerle daño a nadie» Decía acercándose a la mujer. El rostro de ella, aunque cínico, se mostraba incómoda. «Ella solamente negoció. ¿Verdad linda?» Laura asintió con la sonrisa apretada.

«¡Qué negociaste, Laura?»

En cuanto dijo la última letra de esa pregunta, Pedro lo tomó por el cuello. Para colmo de Alberto, la torpeza del llamado "Peris", la compensaba una fuerza descomunal.

«Tu vida a cambio de la de ella» Dijo al oído, sin soltar ni un sólo momento el nudo que le tenía alrededor de la garganta.

Gómez Intentaba separar el vigoroso brazo de Pedro. Se asfixiaba lentamente.

«Súbelo» Ordenó el comandante.

Forcejeando pero sin mucha oportunidad de ganar la lucha, Pedrito llevó a su víctima por toda la escalera, levantándolo del cuello cada a cada escalón y a cada intento de soltarse. Al quinto escalón se rindió y prefirió dejarse llevar.

Con los ojos cerrados de dolor, Alberto sintió el aire que se colaba por las ventanillas del campanario. Y de reojo, con la mirada alzada involuntariamente, logró medir la altura y la distancia a la orilla de la angosta torre.

El campanario se formaba por seis ventanas, y en cada una de ellas una campana que circundaban la estructura. Alberto y su agresor, estaban exactamente en el centro de este.

«Me queda claro que no eres un ignorante, Alberto» Le dijo Federico mientras entraba a la angosta estructura.

Alberto luchaba por alejarse de la orilla, pero sin acercarse mucho a Federico, no decidía si morir de la caía o de un balazo traicionero.

«Ya termina con esto Federico.» Algo de compasión se asomó en las palabras de su aún esposa.

«Tranquila muñeca. No comas ansias» Le reviró el comandante acariciándole el mentón insinuante y repulsivamente, dejàndole en claro quién mandaba.

Laura ignoró la insinuación e insistió en su argumento. «Para mi, verlo morir es suficiente. No deseo verlo sufrir»

«Pero Laura, ¿Qué acaso no se burlò de ti por años? ¿No merece una tortura, aunque sea pequeña, todos eso besos y caricias frente al mar a una mujer que no eras tú, su esposa?»

La mandíbula se le trabó de coraje, manifestando a penas su firme voluntad.

«¡Sólo quiero que muera!»

Alberto comenzaba a comprender que no se trataba de una traición por parte de su amada, sino, de una factura a punto de cobrarse.

«Esta bien. Además, ya comienzan a molestar mucho los zancudos» Aceptó espantando a los mosquitos invadiendo su cara. «Desnúdenlo» Ordenó

«¡Qué! !Pero por qué¡ !Qué me van a hacer¡» Forcejeaba el cautivo aterrado por el extraño método introductorio mientras lo despojaban de la ropa, acostado boca abajo sometido por la rodilla de Pedro sobre su nuca.

En un rutina ya bien practicada por los vasallos de Nava, en un par de minutos, lo mudaron de ropa, y cuando menos pensó, se vio así mismo vestido como Luis XVI, el ùnico personaje histórico guardado en su memoria gracias a una de las muchas clases de esta materia en donde su profesor, contó que siendo Rey de Francia, murió en la guillotina.

Jamás pensó compartir ese sentimiento que sólo poseen los condenados a muerte.

«Listo comandante» Dijo Pedro, levantando al sentenciado del cabello aplicando en cuanto pudo, el candado alrededor del cuello nuevamente.

Federico verificó los detalles de la vestimenta. Revisó ambas muñecas para cerciorarse que no llevaba reloj, esclavas, pulsera o cualquier objeto que desmintieran el viaje a través del tiempo. Así lo hizo con la ropa interior, calcetines y uno que otro detalle.

«Adelante, Pedro. Cuando quieras» Dio la vanìa Federico.

El verdugo acercó a la orilla al nuevo "disfrazado", este, forcejeó con la fuerza que el instinto de supervivencia leotorgò, a punto de escapar del forzudo hombre. Un golpe bien atinado en la boca del estómago propinado por Nava, mermó las últimas fuerzas de Alberto.

Sofocado, quedó sostenido sólo por sus talones a la orilla de la cantera, desgranando unas cuantas piedrecillas al vacío.

Escrito en: SORBOS DE CAFÉ cada, Alberto, Dijo, orilla

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