Han proliferado en México, en los años recientes, tres formas de privación ilegal de la libertad. La más difundida, y contra la que formalmente más se lucha, es el secuestro mercenario, es decir el que se practica como negocio, en que se exige el pago de dinero para rescatar a la víctima. Los ha habido célebres, que figuran en la agenda pública durante un tiempo y hasta generan reacciones sociales y oficiales que en apariencia o realmente aceleran su combate. Y los hay tan de todos los días que, aun cuando su ejecución no llegue a los espacios y tiempos de los medios de comunicación, forman parte de la vida común de ciertos sectores vulnerables -pequeños y medianos empresarios, por ejemplo- pues los deudos de las víctimas se someten a las reglas de los verdugos y ni siquiera dan parte a la autoridad, temerosos de que complicidades ocultas empeoren la situación.
Los “levantones”, otra forma violenta de privación ilegal de la libertad, suelen ser realizados por la delincuencia organizada, y las más de las veces son preámbulo del homicidio. En esos casos, media un lapso corto entre la captura y el hallazgo del cadáver, el suficiente para torturar a la víctima y arrojar su cuerpo con la intención de que se le encuentre y su hallazgo constituya un mensaje, si no es que lleva adosado uno explícito. Suele ocurrir, pero no es necesariamente la regla, que los “levantones” se ejecuten como episodios de ajustes de cuentas entre miembros de la delincuencia organizada: deudores que no pagan, invasores de zonas reservadas, traidores a la banda….
Finalmente, pero no con menor importancia, ha crecido el número de desapariciones forzadas de personas. En su comienzo pueden asemejarse a los “levantones”, pero sus víctimas no necesariamente mueren, o no de inmediato. Se distinguen de otras formas de privación ilegal de la libertad en que sus perpetradores son agentes del Estado, o actúan en connivencia con él. La legislación internacional las ha tipificado y establecido que son delitos de esa humanidad. Se practican como una sanción sin procedimiento legal o para obtener información. En la actualidad el caso más sobresaliente de desaparición forzada es el que privó de su libertad a Edmundo Reyes Amaya y Gabriel Alberto Cruz Sánchez, miembros del EPR capturados el lunes hará tres años, probablemente por efectivos militares o policiacos. Es también desaparición forzada la que miembros del Ejército practican en sus correrías policiacas contra personas que no son consideradas enemigos públicos. Un caso paradigmático es el de dos veterinarios (Isaías Uribe y Juan Pablo Alvarado) detenidos en Torreón el 5 de abril del año pasado y de los que hasta ahora nada se sabe.
La desaparición de Diego Fernández de Cevallos, ocurrida el viernes por la noche, parece no cuadrar con ninguno de esos tres patrones. No ha habido, hasta el atardecer del lunes, comunicación de los autores con la familia, para fijar las condiciones y el monto de un pago a cambio de la libertad del prominente político panista. No se trata, por lo menos hasta el momento, de un secuestro mercenario. Por lo demás, serían torpes en grado extremo quienes lo hubieran practicado, pues un línea lógica de acción de este género de delincuentes es no secuestrar a quien puede pagar el rescate: no fue secuestrado el señor Alejandro Martí sino su hijo Fernando. Y, con un razonamiento elemental, sus eventuales perpetradores habrían calculado que el despliegue en pos de Fernández de Cevallos los pondría en riesgo inmediato de que su operación fallara y se quedaran sin rehén, sin dinero y bajo proceso.
No tenemos tampoco evidencia de que es un “levantón”, pues por fortuna no se ha hallado el cadáver del ex candidato presidencial (en sentido contrario al rumor irresponsablemente difundido por twitter el sábado). Y la práctica profesional de Fernández de Cevallos, de tanto en tanto realizada en rutas escabrosas, no lo relaciona con la delincuencia organizada. Menos todavía es una desaparición forzada, ya que lejos de ser un enemigo del Estado, Fernández de Cevallos es figura eminente del partido en el Gobierno y, más todavía, en cierto modo miembro del Gobierno mismo: Cumpliendo instrucciones del Presidente Calderón, el secretario de Gobernación Fernando Gómez Mont y el procurador general de la república han concentrado su atención en este caso, y lo hacen no sólo por razones institucionales, sino por motivos políticos y personales, pues puede afirmarse que su pertenencia al Gabinete presidencial proviene de su cercanía con el político ahora en desgracia, de cuyo entorno profesional formaron parte.
Si no es un “levantón”, un secuestro o una desaparición forzada, nos hallamos ante una desaparición de características peculiares. No únicas, porque hemos llegado en México al punto de que la gente se esfuma, como si se diluyera en el aire, sin causa aparente. Los casos abundan. Algunos de los más extraños, por el número de los afectados, son los ocurridos en Cadereyta y Piedras Negras, a los que habremos de referirnos otro día. De indagar el paradero de esos dos numerosos grupos de personas nadie se ocupa. En cambio, se asoma la posibilidad de que el enigma de la suerte que corra en este momento Fernández de Cevallos sea resuelto felizmente, con el rescate del político panista. Su solución llegará a tiempo de que se ufane de ella en Washington cuando mañana se reúna con el presidente Obama. Una desaparición excepcional requiere una respuesta que también lo sea.