México celebró ayer el Día Internacional del Migrante con un primer lugar mundial, aunque nada honroso por cierto. Nuestro país encabeza la ingrata lista de las naciones expulsoras de fuerza de trabajo, fenómeno motivado principalmente por la falta de oportunidades y la pobreza que aqueja a millones de familias, según cifras del Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI) y del Grupo Financiero BBVA-Bancomer.
México se cuenta así entre los diez países de mayor éxodo al año, por encima de la India, Rusia, China, Ucrania, Bangladesh, Pakistán, Argelia, Filipinas y Turquía, naciones que tampoco han podido proporcionar oferta adecuada de trabajo para sus habitantes, muchos de los cuales optan por batallar en otros lugares, antes que morir de hambre en su propia tierra.
Se estima, según la Organización de Naciones Unidas, que un flujo de 214 millones de personas actualmente -un tres por ciento de la población en el planeta- se han establecido en un país distinto al de nacimiento, sea por guerra civil, como en el caso del Oriente Medio; sea por represión política o violencia territorial y, más comúnmente, por cuestión de sobrevivencia, al no contar con recursos para mantener a sus familias.
La mayor parte de los mexicanos que viven fuera del territorio nacional han conformado grandes comunidades en los Estados Unidos: hoy, se habla de un número entre 12 y 15 millones de personas, aproximadamente el diez por ciento de la población nacional.
En el año 2010, las remesas enviadas por los paisanos radicados allá representaron veintidós mil millones de dólares para la economía nacional, sólo por debajo de los 54 mil millones de dólares de los habitantes de la India y los 53 mil de los chinos, por lo que México es el tercer país receptor de remesas del mundo; es decir, en cada estado del país, en cada municipio y zona rural, existen familias esperanzadas en la llegada puntual de ese dinero para sobrevivir, como única fuente de ingresos.
Y precisamente, una fuerte disminución de remesas, debido a la crisis que se ha traducido en falta de trabajo hasta para los propios norteamericanos, ha afectado de manera grave a los que se quedaron aquí, quienes no tienen otras posibilidades de salir adelante, excepto venir a las ciudades e instalarse en asentamientos irregulares, seguir esperando beneficios de los programas sociales del gobierno o elegir, a veces forzadamente, otros caminos para conseguir dinero, no siempre lícitos ni confiables.
Ahora bien, en cuanto a los duranguenses, en los últimos tiempos, unos veinte mil emigran cada año hacia los Estados Unidos, de manera que fácilmente se cuentan ahora en un millón de paisanos repartidos en diferentes lugares, como Illinois, California, Kansas, Colorado, Texas y algunos otros puntos, donde hay cuartas y terceras generaciones, cuyos descendientes, muchos de ellos, ni siquiera conocen el estado originario de sus ancestros.
Durango ha sido, entonces, uno de los cinco estados de más alta emigración hacia ese país, junto con Jalisco, Zacatecas, Michoacán y Guanajuato, situación que a nadie debe enorgullecer, menos a los gobiernos de cualquiera de los tres niveles.
Existe una relación formal de los gobiernos estatales con los duranguenses radicados en el norte, que inició en el régimen de Maximiliano Silerio Esparza; o sea, han transcurrido ya tres sexenios de proyectos inconclusos, con avances en pocas áreas, sin que se logre delinear un plan integral que aporte beneficios mutuos, aparte de los programas como "Bienvenido, Paisano", "Tres por uno", vigilancia en carreteras o recomendaciones para sus recorridos hacia las respectivas entidades y obras aisladas en ciertas comunidades, como terminar caminos o puentes, a demanda de los paisanos, quienes no suelen quedarse callados cuando alguna autoridad de su estado los visita allá.
Hasta hoy, los gobiernos de Zacatecas, Michoacán y Guanajuato, en ese orden, son los que mejor atención han dado a sus migrantes y mantienen proyectos de contribución para su bienestar, aunque, por otro lado, como autoridad sigan sin crear las condiciones para que la gente elija quedarse en suelo mexicano.
Existe una creencia que cobra fuerza respecto al fenómeno migratorio: no siempre se van por necesidad, sino porque ya les gusta más la vida americana. Quizá ahora sea verdad para las generaciones jóvenes, pero también es cierto que la nostalgia por las raíces está siempre presente, por lo que, de haber condiciones favorables, muchos habrían regresado a su tierra.
La celebración realizada ayer en esta ciudad en honor de estos hombres y mujeres se caracterizó más por los discursos de políticos locales y dirigentes de los migrantes, que por propuestas efectivas. Fueron mensajes contrastantes, del halago a la exigencia y de allí, a los reclamos. Nada se concretó para los durangueses de allá, en tanto que los paisanos de Chicago donaron un importante equipo para la Dirección de Protección Civil.
Justo antes de iniciar el evento, Jorge de la Torre, un líder de los migrantes, fue víctima de un infarto fulminante y falleció en pleno Centro de Convenciones Bicentenario, sede de la celebración. De alguna manera, la muerte de este migrante trae a reflexión lo que no pocas veces sucede con la gente que se va: dejan sus mejores esfuerzos en tierra ajena y, cuando vuelven, no alcanzan a ver el fruto de toda esa labor.
Queda, pues, como gran asignatura pendiente, incluir de manera definitiva en las agendas gubernamentales el asunto migratorio. Sigue siendo una ironía que estos mexicanos tengan que luchar por sus derechos en otro país, y también lo hagan en el suyo, o si no, se vuelven invisibles.