Las democracias occidentales están en crisis. Un país tras otro experimenta cambios radicales en la conformación de sus estructuras electorales: los votantes parecen agotados de las soluciones tradicionales y comienzan a optar por alternativas que antes parecían inconcebibles, a veces cualquier alternativa. En Francia, la extrema derecha avanza sin cesar; en España el viejo duopolio del PSOE y PP se vino abajo y tomó casi un año formar gobierno; en Inglaterra la izquierda radical tomó control del Partido Laborista. Estados Unidos rompió todos los cánones históricos. Más allá de lo específico, es razonable preguntar si en México seguiremos en el "aquí no pasa nada" o si, tarde o temprano, asomarán la cabeza alternativas hasta hoy imposibles o impensables.
El corazón del desencanto que exhibe el electorado en los más diversos países es el mismo: hay un agotamiento, una desesperación y un consecuente rechazo a la política tradicional que promete pero no satisface. Los ciudadanos están cansados de políticos que roban, dan explicaciones cada vez menos creíbles, no resuelven los problemas, se la viven atacando fantasmas y síntomas, sin jamás crear condiciones para que la economía satisfaga las necesidades de la población o que la democracia sirva como mecanismo efectivo de representación.
Es posible, incluso probable, que las soluciones adoptadas por sendos electorados tampoco resuelvan los problemas, pero el mensaje es claro: la paciencia con el mal gobierno tiene límites. Así ocurrió en junio pasado.
En México llevamos décadas de reformas electorales cada vez más viciadas, pequeñas y disfuncionales que no satisfacen ni a los propios partidos que las impulsan. Para qué hablar de la ciudadanía que observa impávida ante el espectáculo de negocios partidistas y despilfarros por doquier. Es posible que el fenómeno de El Bronco en Nuevo León anuncie una nueva era política, pero de lo que no hay duda es que lo que lo hizo popular, sobre todo en ausencia de cualquier programa de gobierno, fue su promesa de meter a la cárcel al anterior gobernador. El rechazo a la "política de siempre" es patente.
Aunque cada país es muy distinto, dos ámbitos dominan el enojo ciudadano: la economía y la corrupción. La economía mexicana lleva décadas partida en dos: una que funciona y crece como bólido, otra que se contrae y empobrece. En lugar de atender las causas de estas diferencias, el debate político gira en torno a volver al pasado (o sea abandonar lo poco que sí funciona) o seguir por el mismo camino (es decir, no cambiar nada, ni para mejorar), aunque éste tampoco satisfaga. Por lo que toca a la corrupción, los escándalos se acumulan pero las respuestas son siempre retóricas: se confeccionan nuevas leyes porque en México no hay problema que no amerite una nueva ley que, por supuesto, nadie piensa convertir en algo útil para resolver el problema.
El peso sufre la mayor devaluación en décadas y siempre es culpa de otros. El problema parece evidente pero la explicación es siempre la misma: el mal entorno internacional. Lo emblemático es que aquí nadie es responsable: cuando las cosas van mal en el exterior, el problema es de la economía estadounidense o la china, la recesión internacional o los precios del petróleo. Cuando las cosas van bien en el exterior el problema es de los gobiernos anteriores o de los partidos de oposición. Las excusas no faltan pero las respuestas y acciones susceptibles de enfrentar el problema son inexistentes.
Lo maravilloso es que, frente a la adversidad, el mexicano siempre responde con un chiste y en esto las cosas han cambiado: se afirma que la diferencia entre la dictadura y la democracia yace en que en la primera los políticos se burlan de los ciudadanos y en la segunda es al revés. Bajo este rasero, la mexicana es una democracia consolidada: no hay asunto o corruptela, por pequeña que sea, que no genere un chiste regenerativo. Si sólo pudiéramos dedicar esa creatividad a la innovación tecnológica, el desarrollo de nuevos productos o la mejora de la productividad, el país sería Suiza.
La creatividad no está ausente entre los políticos. Lleva décadas circulando el famoso chiste, ya mítico, de que, cuando se le atora la carreta al nuevo presidente, tiene tres sobres que le dejó su predecesor. El primero dice "échame la culpa a mí"; el segundo, "cambia tu gabinete"; el tercero dice: "escribe tres sobres". El punto es claro: cualquier cosa menos resolver los problemas.
Como ilustra el electorado de otros países, el problema es de carácter universal: el mundo ha cambiado pero los sistemas políticos y gubernamentales ya no resuelven los problemas. Al mismo tiempo, muchos de los problemas no son tan difíciles de resolver porque sus causas son obvias. Reagan esbozó el dilema de manera clarividente: "por muchos años nos han dicho que no hay respuestas simples a los complejos problemas que están más allá de nuestra capacidad de comprender. La verdad, sin embargo, es que sí hay respuestas simples; el problema es que éstas no son sencillas".
En efecto, no hay soluciones fáciles, pero las respuestas son obvias. La pregunta es si el sistema político tradicional las hará suyas u otros, fuera del mismo, vendrán a intentarlo.
@lrubiof