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El Reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo (Mt 13,44)

Episcopeo

HÉCTOR GONZÁLEZ MARTÍNEZ

 L O que la palabra de Dios quiere inculcarnos hoy es el valor inestimable del Reino de Dios, que supera con mucho a todos los tesoros del mundo, de forma que debemos preferirlo a todo hasta el punto de estar dispuestos a desprendernos de todo por conseguir dicho tesoro.

Como telón de fondo, la primera lectura nos traslada al reinado de Salomón, que fue un reinado pacífico, rico y benéfico para los ciudadanos de dicho reino, que tuvieron la suerte de disfrutar del ejercicio justo y sabio del reinado de un rey prudente, interesado por el bien de sus súbditos. ¿Qué más puede desear un ciudadano y esperar de sus gobernantes que bienestar material, paz social, tranquilidad en su territorio? No le podrán asegurar la salud y la vida, o la paz familiar, o el verse libre de imprevistos aciagos... Pues, al fin y al cabo, estas cosas son gajes asumibles propios de la precariedad de la condición humana... ¿Acaso se puede pedir más? Tal vez sí: como cosechas abundantes, fertilidad de los ganados, vida larga y feliz..., pero eso ya no lo podría procurar la industria humana, sino una providencia trascendente.

Aquí es donde enlaza el discurso de Jesús sobre el Reino de Dios. Jesús se lo explica a la gente con parábolas que encierran comparaciones asequibles incluso a los más sencillos: el Reino de los cielos es como un tesoro o como una perla de gran valor, que, si está al alcance de uno, lo vende todo para poder adquirirlos, empleando la astucia, si fuera preciso. ¿Qué comparaciones habría manejado hoy Jesús para encarecernos a nosotros el valor del Reino de los cielos? Tal vez, para metérnoslo por los ojos, nos habría hablado de un premio fabuloso de la primitiva, o del euromillón, o de un sueldo vitalicio, que pusiera a nuestro alcance casas lujosas en los cinco continentes, yates de superlujo, aviones privados, viajes excitantes, una vida asegurada sin tener que trabajar. Quizá alguno piense que no necesita tanto para ser feliz, que le vale con una vida familiar tranquila, un buen sueldo, el éxito en los negocios y éxito social...

Pues bien -nos diría Jesús-, todo eso no resiste la comparación con el Reino de los cielos, que es Dios mismo. Intentemos meternos en la mente de Jesús, que conocía bien a Dios, tratando de explicar con los recursos del lenguaje humano, echando mano de comparaciones con realidades bien conocidas, lo que es el Reino de los cielos, o sea, lo que Dios mismo representa para el hombre.

La diferencia entre todos los bienes del mundo y el Reino de Dios es comparable a la que existe entre los bienes materiales y los espirituales; entre los bienes temporales y los eternos; entre unos bienes finitos y el Bien Supremo. Una buena comida te satisface cuando la tomas con apetito y buen paladar, hasta que te sacias. Para volver a disfrutar de la comida, tienes que haber digerido la anterior y esperar a sentir nueva necesidad. Lo mismo sucede con todos los placeres del cuerpo. El espíritu es de otra naturaleza: sus aspiraciones son ilimitadas, de orden espiritual, intangible, como ilimitado es su afán de conocer, porque la verdad no tiene fronteras; como desbordada es su capacidad de admiración y gozo porque la belleza es increíblemente original y sorprendente; como irreprimible es su tendencia a amar el bien, porque el Bien Supremo es infinitamente amable. El Reino de Dios, sin dejar de lado las realidades materiales, las integra en la esfera de lo espiritual.

Pero además, el Reino de Dios, o sea Dios, pertenece al orden de las realidades eternas, que sobrepasan, no sólo los límites temporales de este mundo pasajero, sino sobre todo sus contornos limitados, finitos, por la plenitud y la permanencia del Ser. Eternidad no es sólo una vida sin fin, sino, ante todo, una vida en plenitud. Dios es el Ser eterno, la Vida inmortal, la Verdad plena, la Belleza inmarcesible, el Bien supremo.

¿Nos está hablando Jesús de una realidad extraterrestre ajena a este mundo? No, sino que nos está hablando de algo que nos atañe de lleno, pues es un mensaje que nos trae a nosotros; que está vigente ya desde ahora, que vivimos en este mundo. El Reino de los cielos, es decir, Dios mismo, viene a nuestro encuentro, se nos da a nosotros, nos hace partícipes de su naturaleza divina, nos engendra como hijos suyos y nos ofrece tomar parte en su gloria. Nos brinda el tesoro de nuestros sueños, la perla de nuestras ilusiones, el euromillón de nuestras fantasías.

Y nos lo ofrece a nosotros, a quienes ha hecho personas libres, capaces de acogerlo o rechazarlo, de vernos bendecidos o reprobados. Así de sencillo, así de grandioso, así de terrible. Es lo que da a entender con la parábola de la red barredera, que lo recoge todo, si bien no todo es aprovechable. También allega peces incomestibles, que se han de desechar, pues no todo vale para el Reino de los cielos.

Que no cunda el pánico: Dios no nos ha tendido una trampa, sino que nos ofrece una oportunidad única. El salmo responsorial nos puede ayudar a hacernos cargo de la situación, a mantener la calma y a aprovechar la ocasión.

Escrito en: Reino, Dios, vida, Dios,

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