Editoriales

'No maltratarás ni oprimirás al emigrante'

Episcopeo

MONS. HÉCTOR GONZÁLEZ MARTÍNEZ

Acabamos de ver que un fariseo, experto en la ley, le hace una pregunta a Jesús para ponerlo a prueba (Mt 22,35), es decir, con una intención poco buena; y sin embargo, habrá que estarle agradecidos, porque le dio la oportunidad para afirmar que el principal mandamiento es: amar a Dios y al prójimo. Ésta fue la respuesta de Jesús: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu alma". Este es el principal y primero. El segundo es semejante a él: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". En estos dos mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas (Mt 22,17-30).

La verdad es que los términos en que se expresa Jesús no constituían novedad para un judío; la novedad está en que, preguntado por el primero, Jesús le cita también el segundo, ya que ambos amores constituyen conjuntamente el centro de la Ley, algo olvidado por escribas y fariseos que andaban perdidos en una enmarañada selva de normas rituales. Es decir, Jesús aporta un principio-síntesis que unifica y equipara dos mandamientos que los especialistas de la Ley entendían y explicaban como diferentes, diferentes y a muy distinto nivel. Pero, y ¿quién es mi prójimo? (Lc 10,29), le preguntarán en cierta ocasión. -Todo el que te necesita, responderá Él (Lc 10,37). La unidad del precepto de amar a Dios y al prójimo es indisoluble. Aún más: en él se resume toda la Ley.

Quien dice que ama a Dios y no ama al hombre es un mentiroso (1 Jn 4,20), dice san Juan, ya que Dios se encarna de alguna manera en el prójimo, que es todo hombre. Jesús prima el amor como el marco, el contexto y la esencia de la Ley entera. Es el amor, a Dios y al prójimo, quien quiera que éste sea, lo que da valor y consistencia a la observancia legal y no viceversa, porque el amor es el espíritu que alienta en la letra de la Ley del Señor. "Mi amor es mi peso y por él soy llevado donde quiera que soy llevado", dice san Agustín (Conf. XIII, 10); afirmación esta que, lejos de ser una mera tautología, expresa justamente que es el amor el que nos arrastra a actuar bien o mal.

Dios es amor (1 Jn 4,16), volverá a decirnos San Juan, y, así se ha revelado cuando salió al encuentro del hombre por medio de su Hijo, Cristo Jesús. A su vez, toda persona humana encuentra su más cabal definición como "un ser creado para amar y ser amado", definición esta que expresa justamente la realidad psicológica y el núcleo de la persona, en sintonía con la antropología actual y la orientación del Concilio Vaticano II. Una condición: para que el amor sea pleno y verdadero ha de ir fundamentado en el único que puede hacerlo: Dios mismo. De no ser así, tu amor es falso o, al menos, no pleno.

Dios conoce muy bien nuestra psicología. A esa estructura psico-afectiva del hombre responde la progresiva pedagogía de su manifestación, que culmina en Jesús de Nazaret. Y en este "sacramento del encuentro con Dios" que es Cristo, Dios se revela como amor que busca al hombre y que le pide una respuesta de la misma naturaleza afectiva para con Dios y con el prójimo. Acorde con nuestro "propio peso" que es el amor, toda la enseñanza y la Ley de Cristo se resumen en que amemos a Dios.

Y a los prójimos-hermanos, porque Dios nos amó primero en la persona de su Hijo. Ése es el compendio de la buena noticia.

Así pues, la liturgia de la palabra de este domingo nos invita a abrirnos al misterio de Dios y del prójimo por el camino de la fe que actúa por el amor, ya que para encontrarnos con Dios y con nuestros prójimos no hay medio mejor que el amor mismo, que es nuestro centro de gravedad. Claro que es distinto el amor del hombre a Dios del que el hombre profesa a sus semejantes; se distinguen conceptualmente, sí, pero nunca será posible vivir uno a espaldas del otro. Y a la hora de concretar el verdadero amor al otro, bastaría solamente recordar que "obras son amores", es decir, amor y servicio se identifican.

Sobre ese peso vital que es el amor, verdadero o falso, dice san Agustín: "Dos amores fundaron dos ciudades, a saber: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios, hasta el desprecio de sí mismo, la celestial" (De civ. Dei, XIV, 18). Anotemos únicamente que ese amor de sí mismo que sólo busca el placer, el dinero, el poder, el sexo, la droga, el alcohol, afán de poseer..., hace imposibles tanto el amor a Dios como el amor al prójimo. Añadamos, también, que una persona de bien, movida por un amor-caridad, siempre deberá recordar que "corregir al que yerra" es una importante obra de caridad.

Por otra parte, el "amar al prójimo como a sí mismo" tendrá una nueva formulación: Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros, como yo os he amado (Jn 15,12). El término de comparación ya no es el amor que tú tienes a ti mismo sino el que tiene el Señor por ti, es decir, un amor de amistad que tú has aceptado o para que lo aceptes. Entonces, claro que quedas incluido entre los amigos de Jesús: Vosotros sois mis amigos (Jn 15, 14). Y además ese amor de amistad con el Señor ha de llevarte también a amar a quien no te quiere o incluso te odia: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen (Mt 5, 44).

Finalmente quienes, por la fe, confesamos a Dios en Jesucristo, necesitamos reconocer su presencia en los hombres. Es ésta una identificación esencial, ya que en el encuentro definitivo con el Señor nuestro destino será la consecuencia del amor hecho obras: Cada vez que lo hicisteis (o no lo hicisteis) con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis (Mt 26, 40). Que ¿quién es tu prójimo? -Todo el que está necesitado de tu amor.

Escrito en: Episcopeo amor, Dios, hombre, toda

Noticias relacionadas

EL SIGLO RECIENTES

+ Más leídas de Editoriales

TE PUEDE INTERESAR

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas