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Insensibilidad y prudencia

JESÚS SILVA-HERZOG

JESÚS SILVA

Los catalanes rechazaron la suspensión de su autonomía pero recibieron con buena cara la convocatoria a elecciones. Razonable contradicción: un no al acto y un sí a su efecto. Una encuesta publicada ayer por La vanguardia lo mostraba con claridad. Mientras el 56% de los consultados en Cataluña rechazaba la aplicación del artículo 155 de la constitución española, el 59% aprobaba las elecciones convocadas por el interventor. Los mismos partidos que integraron la coalición independentista aceptaban el llamado a elecciones. Quienes unas horas antes habían proclamado la independencia, reconocían en los hechos a las instituciones que habían decretado ya, ajenas. La apuesta electoral colocaba en sintonía a los enemigos: regresar al voto para reconstituir al gobierno catalán. Abrirle camino al diálogo: dejar los monosílabos fatídicos para retomar la conversación pospuesta.

La apuesta del gobierno de Rajoy es eso: un riesgo razonado. El desenlace de esta historia no está, por supuesto, escrito en ningún lado. No es improbable que se repitan los resultados de la elección previa ni que los independentistas resulten favorecidos tras la polarización. Los electores catalanes bien pueden sorprender al convocante con un repudio más intenso. Ya deberíamos acostumbrarnos: en el mundo entero el voto se ha convertido en un territorio impredecible. En tiempos iracundos, el voto atormenta a quien lo llama. La razón de las élites, la amenaza de los inversionistas, las advertencias de los expertos tienen escasísimo poder de seducción en los días que corren. El voto no ha sido nunca tablero de silogismos y hoy es, más que nunca, una osadía emocional. La convocatoria del gobierno central no solamente es un lance al electorado. No se trata simplemente de dejar la decisión a la mayoría, es apelar a la lógica parlamentaria para superar la sordera de los binarios. Apuesta de diálogo. Mientras el referéndum parte el mundo en mitades incompatibles, el parlamento permite imaginar la conciliación. La aceptación del proceso era alentadora.

La intervención de la justicia es por eso impertinente (como debe ser). Justo cuando parecía abrirse un espacio para el diálogo, justo cuando habría que deponer las armas para ir por los votos vienen las resoluciones judiciales que piden cárcel para los dirigentes del independentismo. Una parte del gabinete catalán duerme en prisión. Mismo alojamiento podría tener el Presidente Puigdemont, tras su huida a Bélgica. La tensión vuelve a las calles; la polarización parte de nuevo a la sociedad. ¿Cómo entender esa ruda exigencia de legalidad en un proceso tan complejo como éste? Por una parte, es la demostración de instituciones que funcionan. Si a la justicia la hemos pintado ciega es porque le exigimos vendarse los ojos, no hacer cálculo con los intereses en conflicto. Los jueces y los fiscales demuestran su autonomía en la afrenta. Importunar a la clase política es casi un deber profesional de la judicatura. Su responsabilidad es, en algún sentido, un deber de insensibilidad. En el momento en que los profesionales que aplican la ley hagan cálculos de beneficios y jueguen al billar de las estrategias la ley habrá quedado definitivamente subordinada a la política.

Por eso no puede haber salida judicial a este conflicto. La judicatura, es cierto, debe hablar el lenguaje de la legalidad y solo el lenguaje de la legalidad. Legalidad imparcial, severa y ejemplar. Pero la ley, debemos tenerlo claro, es el límite de la política. La Ley levanta un muro al acuerdo. Contra ella no es aceptable ningún convenio. La prudencia, urgente hoy como nunca, debe alojarse en otro lado: en el Parlamento y, tal vez, en la propia Jefatura del Estado. Imposible imaginar un proceso electoral en el que los dirigentes de los principales partidos políticos hacen campaña desde la cárcel. La salud del Estado español depende de elecciones regionales auténticas. Gravísimo sería que, después de la farsa del referéndum, Cataluña fuera testigo de una elección viciada, incompleta. El parlamento tiene en sus manos la amnistía; el rey el indulto. Después del golpe de ley, el gesto de conciliación. Si quiere cuidarse la constitución del 78, habrá que defenderla como un espacio hospitalario. Lo que el Rey Felipe olvidó decir en su defensa del pacto de la transición fue que la Constitución no es un código disciplinario, sino un territorio en el que podrían caber todos.

Escrito en: JESÚS SILVA-HERZOG voto, debe, proceso, gobierno

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