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“Toda criatura canta, ¿no es cierto? Canta para ‘ser aún en el misterio’, en el extrañamiento de sí…”— JUAN L. ORTIZ.

De nuevo, no sé si esto es el fragmento de un sueño.

Pero uno de mis recuerdos favoritos es el siguiente: mi abuelo cantándole a mi abuela, sentadosuno al lado del otro, tomados de la mano. Recuerdo siempre una canción en específico, aunque fueron tantas. Una canción antigua. Frágil. De frases cortas. Que habita una de esas memorias viejas que se reproducen lento. Con miedo a desgastarse.

Años después, cuando mi abuela ya no estaba, un violinista que acababa de conocerme y no sabía nada de mí me cantó esa misma canción mientras caminábamos por las calles de su ciudad. Cantaba terrible. Pero me hacía reír.Lo miré sin entender lo que ocurría. Y yo, que no confiaba en nadie, confié.

Una de las fotografías que más me habla de Madrid es una que le tomé a Diego en Lavapiés. Cantaba 'Ruido', de Joaquín Sabina y aun ahora, si cierro los ojos, puedo transportarme al sótano de ese bar donde, sentada al lado de Paula, escuché a Diego y a su guitarra y me sentí intoxicada por Madrid y la música y mis amigos-familia española.

Recuerdos que reproduzco con miedo a perderlos.

***

Hay un pasaje en 'Las intermitencias de la muerte', de José Saramago, en el que muerte (con minúscula, siempre) trata de conocer al único hombre que no ha logrado matar. El sujeto en cuestión es un violonchelista que vive solo con su perro, y cuando muerte lo escucha tocar desde el palco de un teatro vacío, algo cambia. En ella, en la novela, en nosotros.

Tal vez la música le ganó su pase a la inmortalidad, y a la muerte su pase a una rutina que no sabía que necesitaba.

En 'Los ríos profundos', del peruano José María Arguedas, la música tiene uno de los papeles más importantes: '[...] Oía su canto, que es, seguramente, la materia de que estoy hecho, la difusa región de donde me arrancaron para lanzarme entre los hombres'. Con esa frase, entrelazada a mitad del noveno capítulo, Ernesto, protagonista y narrador, construye una metáfora de la importancia de la música en la novela y la cultura quechua. Algún día intentaré resumir el libro y su magia para una de estas columnas. Pero hoy escribiré sólo de aquello que tiene que ver con el zumbayllu, que en México conocemos como trompo:

'Zumbayllu', el sexto capítulo de 'Los ríos profundos', comienza con una larga descripción en la que Arguedas establece que las onomatopeyas yllu (música que producen objetos pequeños) e illa (luz no solar), comparten una misteriosa unión que va más allá de su semejanza fonética. Para Ángel Rama, Arguedas afirma la conciencia, el objeto y el lenguaje como una concertación, no como una homologación, lo que 'permitiría alcanzar la unidad como en una orquesta en la que intervienen variados instrumentos'.Así, las palabras que el escritor peruano enlista (tankayllu, pinkuyllu, zumbayllu) representan no sólo la propagación de luz y sonido, sino una unión semántica y sonora que permite que varios objetos establezcan una comunión con la naturaleza y los seres humanos.

Si el tankayllu (insecto), en su terminación, corresponde a la música que produce su cuerpo al volar, lo que guarda de illa es esa doble vida que puede beberse y que provoca que los niños que la prueban se sientan protegidos 'contra el rencor y la melancolía':

'Tocar un illa y morir o alcanzar la resurrección, es posible', escribe Arguedas.

Lo mismo ocurre con el zumbayllu.

Tankayllu, pinkuyllu (instrumento musical) y zumbayllu mantienen esa relación entre onomatopeyas que les otorga la categoría de 'bellos y misteriosos objetos'. Son cuerpos hechos de luz y música, cautivantes, que salen de la naturaleza y vuelven a ella.

Después de la luz, entiendo a la música como una forma de protección. Y tal vez por eso, pienso que las canciones que me han acompañado responden a la unión entre yllu e illa de la cultura quechua: como si fuera una niña, también me protegen contra el rencor, aunque avivan la melancolía.

***

En un fragmento de 'Noches azules', Joan Didion escribe que hubo un periodo en su vida durante el que creía que podía mantener a las personas con ella a través de sus 'tótems'. Pero el periodo termina cuando deja de desear recordatorios 'de lo que fue, lo que se rompió, lo que se perdió'.

Yo tampoco quiero recordatorios, Didion. Pero ¿las memorias de lo que ha provocado la música en mi vida? Frente a eso soy más como muerte de Saramago: conmovida en el palco de un teatro. Y como Ernesto de Arguedas, atraída por la magia en luz y sonido del zumbayllu.

***

Él no lo sabe, pero hace poco escuché a mi papá cantar la canción de mi abuela, y me costó mucho no llorar, como la primera vez que la escuché en voz del violinista.

Me cuesta no llorar ahora.

Desearía haber grabado a mis abuelos durante el intercambio de una canción.

Al violinista y sus canciones infinitas.

A Diego en Lavapiés.

Pero tengo una foto. Un par de grabaciones posteriores.

Y sólo puedo esperar que sus voces nunca se vayan. Que permanezcan como mis propias memorias hechas de luz y música. Que el recuerdo no se desgaste.

Twitter:

@SNGCalderon

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