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El presidente Enrique Peña Nieto se ha de estar tronando los dedos

El redestape

RENÉ DELGADO

El nombramiento de Enrique Ochoa como dirigente del priismo, el ajuste con dedicatoria de los estatutos del tricolor, la convocatoria para designar candidato presidencial convertida en el retrato del elegido y la sustracción de la chistera de un simpatizante como el abanderado no han dado, hasta ahora, el resultado ansiado: José Antonio Meade lejos de salvar al PRI, se hunde con él. El uno no jala al partido y el otro no lo impulsa. Dos meses después de iniciar la carrera, ambos siguen en el punto de partida viendo azorados la polvareda levantada por los otros dos competidores.

Borrada la distancia entre el gobierno y el partido -error operado y celebrado, en su momento, por César Camacho- y reivindicada la liturgia del dedazo, la responsabilidad de postular a un simpatizante que no emociona dentro ni fuera del priismo es del presidente de la República y dirigente del Partido. Concluida la precampaña, de seguro, tanto Enrique Peña Nieto como José Antonio Meade se han de plantear -a saber, si en consonancia o disonancia- qué próximo paso dar.

Ojalá al canciller Luis Videgaray no se le ocurra pedir opinión a Donald Trump sobre el particular, ahora que acuda con su jefe a la Casa Blanca. La de allá, desde luego.

Actos de prestidigitación, malabarismos, ardides, liturgias y, vamos, hasta el contravoz le fallaron al grupo tricolor encabezado por el mandatario: el abanderado es leal al grupo, pero no simpático a la militancia propia y prestada, como tampoco al electorado.

Los estudios de opinión pública -destacadamente el de Reforma- confirman que, al menos hasta ahora, el elegido concursa en la contienda a título de testigo, no de competidor. Sus increíbles estrategas han logrado darlo a conocer, pero no a querer y él, por momentos, parsimonioso, parece dar por sentado que la maquinaria lo llevará a donde pretende sin mover un dedo, porque el dedazo ya fue dado.

Sin embargo, el engranaje de la misma maquinaria tricolor cruje y cascabelea, al tiempo que el ruletero o chofer de ella da de volantazos y claxonazos sin ton ni son y, en el colmo de la adversidad, el entorno -sobre todo, el relacionado con delincuencia criminal y política, así como con corrupción o acciones emprendidas sin medir las consecuencias- cobra nuevas y viejas facturas. Eso sin mencionar los problemas postergados o escondidos que, con su tic tac, suenan como bombas de tiempo. Maldita realidad.

Quizá, al ser ungido formalmente como candidato y sentirse firme en la posición, José Antonio Meade tome decisiones y emprenda acciones en el ánimo de recolocarse, pero de no ser así y de no crecer en el ánimo electoral, tanto él como el partido y su jefe se verán en un muy serio apuro.

La gran interrogante que, de seguro, se formulan en Los Pinos y las oficinas tricolores es cuánto tiempo podrá otorgarse a la aventura política, antes de verse urgidos por la necesidad de rectificar decisiones. Desde luego, es posible que al paso de los días y al incurrir en errores los contrincantes, la situación de José Antonio Meade mejore.

La duda, sin embargo, es cuál es el lapso a conceder a esa eventualidad.

Hasta ahora, Andrés Manuel López Obrador y Ricardo Anaya están en jauja, producto del trabajo político realizado. El tabasqueño se mantiene arriba en la preferencia electoral sin crecer como quisiera y el queretano se consolida en la segunda posición sin acercarse como quisiera a la primera posición. Empero, a cuatro meses y medio de medirse ante el electorado en las urnas y no ante la opinión pública en las encuestas, nada puede darse aún por seguro.

López Obrador requiere correr con pies de plomo cuidándose de sí mismo y abriéndose sin entregarse al pragmatismo, rayano en el oportunismo, que ya debilita su fortaleza. Anaya requiere correr con tenis, delegar las tareas que no puede concentrar, taponar la sangría de cuadros y asegurar que la alianza con el perredismo y el movimiento naranja se traduzca en organización y votos.

A ambos los vincula, curiosamente, el PRI. El origen de López Obrador es ése y el destino de Anaya ha sido aliarse con él, no con el perredismo. Ambos conocen al tricolor y saben de lo que son capaces de hacer los operadores y mecánicos de su engranaje con tal de permanecer en el poder, asociarse en el poder o cubrirse la espalda. A ambos los separa, curiosamente, el mismo tricolor. Uno no comulga con el proyecto económico impulsado por aquel, el otro sí.

El grupo tricolor comandado por el presidente de la República y jefe del partido se ha de estar tronando los dedos y pensando qué hacer si, finalmente, la condición de su abanderado no cambia y la maquinaria no camina a ritmo de marcha, aun cuando ya hayan logrado alinear a otros factores y actores -algunos medios, algunos magistrados, algunos empresarios, algunos activistas- que también influyen en el rejuego electoral.

Es cierto, ese grupo ha de estar pensando qué hacer, pero también Andrés Manuel López Obrador y Ricardo Anaya deben pensar qué hacer si, ante la imposibilidad de competir con su propio candidato, el grupo tricolor los busca y tienta ante la idea de llegar a algún arreglo para impulsar, por lo bajo, a uno de ellos dos.

Qué paradoja, la precampaña no movió mucho la situación y la situación está muy movida.

El socavón Gerardo Ruiz

"En el caso del Socavón del paso exprés de Cuernavaca, sí hay responsables, sí hay sanciones que no se han aplicado, sí hay impunidad". Eso dice la introducción del estudio de Impunidad Cero. Superada la presentación de esa investigación, ¿el secretario Gerardo Ruiz Esparza duerme el sueño de los justos?

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Escrito en: El redestape tricolor, grupo, partido, Anaya

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