Este árbol de durazno nunca aprende la lección. Ganas me dan de reprochárselo, pero es un niño, y los niños no aprenden sino lo que ya saben. Él sabe muy poco. Apenas ha vivido cuatro años. Así, cuando el invierno finge retirarse y se esconde tras la montaña que llaman de Las Ánimas, el duraznero piensa que ha llegado ya la primavera, y deja que sus flores nazcan, pequeños brotes de color de rosa, cada flor una niña como él.
Entonces el invierno sale de su guarida y acaba con el fruto que iba a ser y ahora no es. El árbol, ya sin flores, se entristece. Al paso de los meses mira con pena desde su rincón cómo florecen los ciruelos y los chabacanos, y cómo las higueras y nogales dan su fruto.
Yo quiero mucho al árbol de durazno, pues me parezco a él. Tampoco aprendo nunca mi lección. Me entrego siempre a la esperanza, y una y otra vez ella se va y me deja burlado y dolorido.
Seguiré floreciendo, sin embargo, igual que el duraznero. Dejar de florecer es lo mismo que dejar de amar. Y yo no puedo dejar de florecer.
¡Hasta mañana!...