Parece una mezcla de Abraham Lincoln y Gary Cooper. Prácticamente, vive en su oficina. Guarda una camisa y un par de calcetines en el escritorio. Es alto, desgarbado y derecho como una flecha. Es soltero. Está casado con la Ley, así con mayúscula. Se llama Patrick J. Fitzgerald y es el fiscal que dará respuesta jurídica a la pregunta que el mundo entero se hace: ¿fue necesaria la guerra de Irak? ¿Engañó la administración Bush a la ONU, al mundo y al propio pueblo americano?
Claro que la contestación no tendrá un carácter abrupto o simplista: Fitzgerald, hombre que mide muy bien sus tiempos, viene marcándolos desde hace dos años y solo ahora, armado de argumentos legales, inicia el proceso acusatorio. Vayamos por partes. La Casa Blanca necesitaba capturar y castigar a los criminales que perpetraron la atrocidad del 11/S. Los criminales eran nueve saudíes y un egipcio. Washington mantiene felices relaciones con Riyad y El Cairo. Pero los criminales obedecían a un terror sin bandera pero con nombre: Al Qaeda y Osama bin Laden. ¿Dónde se encontraban la organización y su líder? En Afganistán.
La guerra de Afganistán contó con apoyo casi unánime. Pero Osama se escapó de entre las manos de los invasores norteamericanos. Han pasado dos años y Osama sigue suelto, más escurridizo que una lombriz aceitada. Era necesario elevar la victoria en Afganistán y la derrota ante Osama a un frente nuevo, vecino, alarmante, que justificase el ímpetu guerrero del Gobierno de Bush ante la opinión pública norteamericana. Saddam Hussein parecía enviado por Hollywood para el papel del villanazo que usted adora odiar. Un tirano sanguinario sentado sobre reservas infinitas de petróleo. Blanco perfecto. Si olvidamos que fue el aliado de Washington contra los ayatolas en los ochenta. Si olvidamos que todas sus fechorías le fueron graciosamente perdonadas porque al cabo Saddam no era fundamentalista, sino un suní enemigo de los kurdos separatistas y de los chiítas fundamentalistas. Foto de Rumnsfeld de besito con Saddam (1983).
Alentada por Washington, la criada resultó respondona. La invasión de Kuwait por Saddam en 1990 obtuvo una merecida respuesta. Merecida y calibrada. Colin Powell, a la sazón jefe del Estado Mayor, dijo que Kuwait no merecía una intervención norteamericana. En cambio, Brent Scowcroft, consejero de Seguridad Nacional del primer Presidente Bush (George H. W. o, para simplificar, Bush 41) abogó por detener la agresión de Saddam contra Kuwait. Bush 41 accedió. Saddam fue derrotado. Pero los EE.UU. no lo persiguieron hasta Bagdad. ¿Por qué? Las razones de ayer iluminan las falacias de hoy. Bush padre y Scowcroft, una ver cumplida la misión en Kuwait, consideraron que no hubiera sido un problema llegar a Bagdad. Los problemas eran otros. Convertirse en fuerza de ocupación indefinida. Enfrentar una insurrección guerrillera. Encontrar una estrategia de salida y responder a la pregunta de Scowcroft: ¿Qué se hace con Irak cuando se es dueño de Irak? El costo era más alto que las ventajas. Bush 41 no invadió Irak.
Lo hizo su hijo Bush 43, como si no hubiera entendido las razones del padre o, escuchándolas, hubiera decidido enmendar un error del padre o demostrar que para macho, el hijo. El rey viejo de Frazer, la representación edípica de Freud, medran en las sombras síquicas de Bush 43, el actual presidente. Menos sicológicos aunque más lógicos, medran los intereses petroleros de la "oiligarquía" o "petropoder" representado por el Presidente Bush y el vice-presidente Cheney. De Irak a Nueva Orleans, los jugosos contratos de reconstrucción se los llevan la compañía Halliburton y sus empresas filiales. La Halliburton es la madre de todas las compañías del vicepresidente Cheney. Guerra sicológica, petroguerra, guerra, en fin, de la hubris imperial. Un imperio no es un imperio si no demuestra su fuerza militar. Y un imperio militar no lo es si no sufre de un desmedido sentido de hubris, el orgullo que, nos recuerda Gregorio Marañón, mueve a los resentidos a una violencia vengativa cuando alcanzan el poder.
"Fuimos a la guerra por razones burocráticas", afirmó el famoso chupapeines. Wolfowitz, hoy presidente del Banco Mundial, ayer consejero de Bush 43. Sicológicas, petroleras, burocráticas, las razones para ir a la guerra tenían que justificarse, aun cuando Condoleeza Rice se burlase de "la ilusoria comunidad internacional". Las "razones" se han ido cayendo una tras otra. 1º. Saddam poseía armas de destrucción masiva. Al demostrarse que no había tal, surgió la razón, 2ª. Saddam era un tirano. Pero también lo son Qadafi, la junta birmana, Musharraf, Mugabe y no pare usted de contar. Pero Saddam tenía petróleo, 3º. Como al Gobierno de Bush no le interesa el petróleo (carcajadas en las galerías), Irak se justifica porque trajo libertad al pueblo irakí, elecciones libres y una Constitución. Cabe preguntarse, ¿cuánto durarán estos bienes en un país ocupado, insurgente, profundamente dividido política, religiosa, étnicamente? La prueba de la bondad democrática de la invasión y ocupación de Irak vendrá el día --¿cuándo, cómo?-- en que las fuerzas armadas de los EE.UU. se retiren de Irak.
Pero, ¿por qué fueron a Irak? Ésta es la pregunta del fiscal Fitzgerald y la ha formulado en términos que van al meollo del asunto. ¿Era necesaria esta guerra? ¿O fue el resultado de una conspiración ilegal del Ejecutivo norteamericano?
Fitzgerald ha ido precisando el calendario de la conspiración. En febrero de 2002, el embajador Joseph Wilson fue enviado por la CIA a Nigeria a fin de comprobar la compra de uranio por Saddam a fin, en seguida, de hacerse de un arsenal de armas de destrucción masiva. Wilson informa que no hay tal adquisición. En enero de 2003, Bush declara al Congreso que "Irak ha buscado uranio en África". En julio, Wilson desmiente a Bush y la CIA admite que fue un error del Presidente referirse a lo que no existió, el uranio de Nigeria para Saddam. También en julio, el columnista Robert Novak revela que Wilson fue enviado a África porque su mujer, Valerie Plane, era agente de la CIA. ¿Quién hizo esta filtración delictiva?
En este punto aparece el fiscal Fitzgerald y empieza a deshacer la madeja. Lewis Libby, jefe del gabinete de Cheney y Karl Rove, el "cerebro" de Bush en la Casa Blanca hablaron con media docena de periodistas para argumentar que Wilson fue enviado a Nigeria a iniciativa de su mujer, la espía de la CIA, Valerie Plane. Libby se lo informa tres veces a Judith Miller del New York Times. El columnista Robert Novak entrevista también a Rove y a Libby y publica el nombre de Valerie Plane. Otro tanto hace Matt Cooper en la revista Time.
Como revelar el nombre de una espía de la CIA es un delito federal que conlleva hasta diez años de cárcel, la fiscalía se ve obligada a enfrentar el caso. Tras de pasar por un fino cedazo toda la información, Fitzgerald indicia primero a Lewis Libby, con la fundada presunción de que ha revelado a la prensa secretos de Estado y ha mentido al negarlo. Es el primero de la fila. ¿Hasta dónde llegará la cadena de la verdad? Esta sola pregunta pone en entredicho las razones de la administración Bush para ir a la guerra y su política de represalias contra quienes se oponen a ella o investigan las causas de la misma. Como una canoa llena de hoyos, el argumento bélico se hunde a ojos vistos. Colin Powell se dice engañado cuando presentó el caso de las inexistentes armas biológicas de Saddam en el Consejo de Seguridad de la ONU. Menos mal que en esa ocasión Adolfo Aguilar Zinser y Juan Gabriel Valdés, México y Chile, salvaron el honor, la verdad y los principios. Menos mal que Dominique de Villepin negó el voto de Francia a partir de este principio: "Sólo el consenso y el respeto a la Ley dan legitimidad a la fuerza y fuerza a la legitimidad". Y qué mal que no se le dio al inspector de Armamentos de la ONU, Hans Blix, la oportunidad de culminar su mandato y dejar sentado que Irak no poseía armas de destrucción masiva. Se habrían evitado las muertes de 2,000 soldados norteamericanos y 30,000 civiles irakíes.
Sólo que en este caso, Bush no habría tenido pretexto para ir a una guerra que proclamó ganada ayer y está perdiendo hoy. Sólo que en ese caso, su Gobierno no estaría asediado, hoy, por la peor crisis de confianza, de verdad, de coherencia, que ha sufrido y que, por lo visto, sólo se inicia. Patrick, Fitzgerald es el símbolo de lo mejor que tienen los EE.UU., un sistema judicial independiente e insobornable que justifica plenamente el principio de la división de poderes que permite al Judicial, en palabras de James Madison, ser la única institución que sobrevuela el mercado de los intereses competitivos ofreciendo decisiones imparciales. "Los tribunales", escribió Tocqueville en La democracia en América, "son los órganos visibles mediante los cuales la profesión legal controla a la democracia". Exacta descripción de la tarea del fiscal Patrick J. Fitzgerald.
La democracia descansa sobre el principio de la división de poderes. Sin él, la democracia se debilita o desaparece. Lección para todos los países del mundo. Principio global e irremplazable.