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Bertrand Russell, lecciones de claridad intelectual

LETRAS DURANGUEÑAS

Bertrand Russell, lecciones de claridad intelectual

Bertrand Russell, lecciones de claridad intelectual

ÓSCAR JIMÉNEZ LUNA

Descolgué del estante un pequeño libro cuyo título sintetizaba gran parte de mis preocupaciones de aquellos tiempos. Sería una exageración llamarlas “filosóficas”, pero algo tenían de inquietud existencial: “Religión y ciencia”. Eran los pasados años ochentas y estaba entonces en la biblioteca del Instituto Tecnológico de Durango.

Entre clase y clase -Topografía, Geología, Economía- hojeaba el nuevo descubrimiento, y repasaba así las etapas históricas e ideológicas del conflicto temático. De Copérnico y Galileo a Darwin, de las hazañas de la libertad al deber ético de los modernos intelectuales (todavía recuerdo por razones obvias el capítulo donde se trata la quema de brujas debido a la superstición y las falsas creencias).

Una lectura extraordinaria, ciertamente, por su claridad expositiva pero también por los anchos y sabios horizontes que la sustentaban.

Y ante todo, significaba entrar en contacto con la jerarquía de un protagonista imprescindible de la filosofía del siglo XX: Bertrand Russell.

Los libros atraen libros. Le seguí la huella a maestro inglés. Poco después me hice de otros de sus escritos, publicados en la todavía reciente colección mexicana SepSetentas.

Por primera vez leí el memorable sumario de su trayectoria vital: “Tres pasiones simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad”. Sin duda que tales expresiones a favor de los más altos valores fueron los que le dieron a Russell una mayor difusión en el mundo (recibió acaso por ello el premio Nobel de literatura), muy por fuera del estrecho círculo de especialistas que sabían de sus notables aportaciones en la lógica matemática, la teoría del lenguaje o la revisión crítica de la filosofía política. Títulos como “La conquista de la felicidad”, “Matrimonio y moral”, “Educación y ordenamiento social”, “Los caminos de la libertad” –sin que la lista llegue a su fin- dan cuenta de la dimensión integral de su pensamiento. Siempre supuso, por ejemplo, que el miedo era una fuerte barrera para el buen desarrollo de las facultades creativas del hombre. Apostaba porla utilidad de la técnica, sin embargo no dejaba de lado el cultivo espiritual.

Incluso, en estos días que ocurren las Olimpiadas de Londres, es oportuno subrayar que el profesor de Cambridge veía el deporte como un provechoso sustituto de la guerra, en donde se evitaba la destrucción del semejante a través del juego y de la competencia reglamentada y recompensada con la posible victoria final.

Una tras otra llegaban sus obras a mis manos. A unas semanas de inaugurarse la Biblioteca Pública Central del Estado, a mediados de esa misma década, encontré uno de los estudios más ambiciosos de Russell: “Historia de la filosofía occidental”, si no me falla la memoria presentada en dos espléndidos tomos de pasta dura en verde. Fotocopié la parte dedicada a Heráclito. Posteriormente le compré a un amigo la excelente antología aparecida bajo el sello de Siglo XXI, prologada por Luis Villoro. Y ya en los puestos de revistas adquirí una modestísima pero amplia muestra de sus mejores ensayos, además de la biografía firmada en Salvat por Ronald Clark. La recapitulación biográfica trazaba los rasgos generales de la personalidad del filósofo: su nacimiento en 1872 en Ravenscroft, el

ingreso en el Trinity College, las primeras publicaciones, la cátedra en California, los múltiples reconocimientos y galardones. Su fallecimiento en 1972.

No obstante, otro de sus títulos -ahora hallado en la Librería de Cristal- evidentemente volvió a sacudir mi atención “Por qué no soy cristiano”. Se trataba de la transcripción de una conferencia que Russell había mantenido en 1927, y que se centraba en el examen de la figura y la doctrina de Cristo (casi al margen anoto que este ensayo se puede conseguir suelto en la editorial UJED).

Aquel viejo volumen también incluía el formidable debate –en la BBC- sobre la existencia de Dios entre Russell y Copleston, el prestigiado erudito tomista. Desgraciadamente perdí el libro, pero no he olvidado el impasse en el que se metió la discusión. Para el primero no era válida la argumentación basada en la lógica aristotélica, al contrario de la defensa el segundo.

Magnífico y profundo intercambio de poder a poder.

No me gustaría cerrar esta remembranza sin mencionar siquiera la novela histórica “El mundo tal como lo encontré”, de Bruce Duffy, que recrea parte de los itinerarios profesionales de Russell, G. E. Moore y Ludwig Wittgenstein.

Ni tampoco dejar de recordar al maestro que nos ha ocupado en sus manifestaciones pacifistas, sus desobediencias civiles y sus protestas en las calles por el armamentismo nuclear. Un maravilloso rebelde a los noventa y cinco años de edad. Una múltiple lección.

Escrito en: LETRAS DURANGUEÑAS Russell, filosofía, Russell,, clase

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