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Stefan Zweig, otra relectura de su obra inagotable

LETRAS DURANGUEÑAS

Stefan Zweig, otra relectura de su obra inagotable

Stefan Zweig, otra relectura de su obra inagotable

ENRIQUE ARRIETA SILVA

Stefan Zweig, de nacionalidad austríaca, nacido el 28 de noviembre de 1881 y fallecido en pacto suicida con su esposa el 22 de febrero de 1942, en Petrópolis, Brasil, fue un esclarecido y famoso autor de novelas, relatos y biografías, dentro de estas últimas pueden enumerarse las de: “Américo Vespucio”, “Erasmo de Rotterdam”, “Román Rolland”, “Paul Verlaine”, “Balzac”,“Montaigne”, “María Antonieta”, “María Estuardo”, “Fouché” y la suya propia con el título de “El mundo de ayer”.

Los conocedores dicen que la más famosa de sus biografías es la de “María Estuardo”.

Por lo que a mí respecta, yo me quedo con la de “Fouché”, publicada en 1922, que es parte biografía y parte novela histórica, que es la mejor biografía que ha llegado a mis manos y a mis ojos, aleccionadora, deliciosa y que nos hace vivir las intrigas palaciegas francesas como consecuencia de la gran revolución de 1789, iniciada con la toma de la Bastilla.

Por esta ocasión no habré de referirme a la biografía de “Fouché”, aunque me sobran ganas de ello para aludir a las intrigas políticas que se tejen con miras al poder, de las cuales está lleno nuestro mundillo político, nada más que no tan refinadas, sino más bien rancheronas. Otra vez será.

Por lo pronto abordaré su novela ficción “Los ojos del hermano eterno”, cuyo personaje central es Virata, para tratar de ejemplificar la enorme tarea que pesa sobre los hombros de un buen juez.

Virata, nacido antes del advenimiento de Buda, era noble y famoso y astuto cazador de tigres, que habitaba

en la comarca de Birway, conocido con el sobrenombre de “El Rayo de la Espada”, por ser el más atrevido de todos los guerreros e incomparable en el manejo de la espada.

Por eso cuando el rey sufrió una rebelión por parte de su cuñado, para arrebatarle el poder, no dudó en pedirle auxilio para sofocarla, lo cual logró con el auxilio de la espada del gran Virata.

Pero enterado Virata, que en el fragor del combate había matado sin saberlo a su propio hermano, quien había acudido a ayudarlo, decide hacer votos de dejar para siempre su espada, convencido de que la fuerza es enemiga del derecho. Fue tan grande la impresión de Virata al observar el cadáver de su hermano mayor Belangur “Príncipe de la montaña,” con los ojos abiertos y las negras pupilas que lo miraban y se le clavaban en el corazón pareciéndole que lo acusaban con esa mirada fija, que no olvidaría jamás los ojos del hermano eterno.

Como anuncio y refrendo de su renuncia a volver a empuñar la espada que lo había hecho famoso y temible, Virata de regreso de la campaña victoriosa, al llegar a la mitad del puente, desenvainó la espada, la elevó sobre su cabeza dirigiéndola hacia el cielo y soltándola la dejó caer en el río en donde se hundió para siempre.

Renunciando Virata a todos los honores que le ofrece el rey, puesto que en lo más íntimo de su corazón ha hecho la promesa de no volver a empuñar espada, porque todo el que mata a un hombre mata a un hermano suyo y porque la fuerza como ya se dijo es enemiga del derecho, le pide al rey, lo deje vivir lo que le queda de vida como un hombre justo.

Enterado el rey de la decisión irrevocable de Virata, lo nombra el más alto de sus jueces, porque es conocedor de la culpa y la reprueba, rogándole dicte sus sentencias en las escalinatas del Palacio, para que la verdad sea enaltecida y el derecho reine sobre su país.

Desde la salida hasta la puesta del sol, Virata administraba justicia, en nombre del rey. Sus palabras como una balanza fluctuaban largo tiempo hasta que les imponía un peso, es decir, hasta que meditaba el sentido de su sentencia. Su mirada penetraba clarividente en el alma de los culpables y sus preguntas se hundían muy adentro en lo más profundo de la maldad.

Jamás dejaba caer la sentencia en el mismo día. Caminaba por la terraza de su domicilio, meditando sobre la justicia y la injusticia de la causa. Antes de dictar una sentencia, hundía su frente y sus manos en el agua clara y fresca de una fuente, para que sus palabras estuvieran limpias del calor de la pasión.

Jamás obró como un mensajero de la muerte, por lo que nunca impuso la pena de muerte. Nunca se veía injusticia en sus sentencias, ni negligencia en sus preguntas, ni ira en sus palabras, por esa razón el pueblo le cambió el sobrenombre de “El Rayo de la Espada” por el de “La Fuente de la Justicia”. Transcurridos seis años de administrar justicia alabada por todos, ante su potestad fue presentado por sus captores, un joven acusado de haber dado muerte a hombres en número mayor que dedos tenían sus manos. Como había quitado la vida a once hombres, Virata lo condena a que permanezca un año encerrado en la oscuridad de la tierra por cada hombre asesinado y a sufrir azotes once veces al año hasta que la sangre salte de su piel.

El sentenciado protesta la sentencia, preguntando a Virata si alguna vez lo han azotado para que sepa lo que significa el látigo y que si alguna vez ha estado en la cárcel para que pueda darse cuenta de las primaveras que le arranca a su vida:“estás en la silla de la justicia pero no puedes sentarte en ella como un juez.”

Virata en la mirada del sentenciado, ve los ojos de su hermano al que le quitó la vida involuntariamente, lo que lo hace retirarse a meditar para reflexionar sobre las palabras del penado. Por lo que suplica al rey, le conceda una luna de completo descanso, para poder buscar el camino de la verdad y así obrar sin injusticia y vivir sin culpa.

Concedida que le fue su petición, Virata se dirige hacia lo más profundo de la quinta cueva, comunica al prisionero que ocupará su lugar por una luna para saber su sufrimiento y sentir la mordedura del látigo, y de esta manera poder dictar sus sentencias con pleno conocimiento de su peso y de su crueldad.

Cumplidos los 23 días, Virata es sacado de su celda por el rey en las mismas puertas de la celda, quien se había enterado del sacrificio impuesto por la voluntad propia del más sabio de sus súbditos.

La novela llega hasta las alturas del firmamento, cuando Virata le pide al rey, que lo deje libre de sus cargas, que ya no puede administrar justicia, pues sabe que nadie puede ser juez, que es a Dios a quien corresponde castigar y no a los hombres y que el hombre que señala el destino a los otros hombres cae en pecado y él quiere vivir sin culpa. Concedida la súplica, Virata se retira tranquilo a su hogar, sin las preocupaciones de la pesada obligación de administrar justicia.

Los ojos del hermano eterno, lectura más que recomendable para quienes se interesen por el derecho y la justicia, y sobre todo para quienes tienen en sus manos la función casi divina de administrar justicia.

Escrito en: LETRAS DURANGUEÑAS Virata, hermano, ojos, administrar

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