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¡Está temblando!

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¡Está temblando!

¡Está temblando!

Adela Celorio
Del reconocimiento de no saber que hacer con la muerte, tenemos que pensar que hacemos con la vida — Germán Dehesa

La tierra se mueve, se eriza la piel y el miedo nos paraliza. Los muros se tambalean, las lámparas son columpios, los vidrios saltan en pedazos y nuestros objetos queridos se estrellan en el piso. Todo adquiere una fuerza maligna y no sabemos si nos caerá el techo encima o si se abrirá el piso bajo nuestros pies.

Ignoramos el día, la hora y la magnitud de un fenómeno que, como los cobardes, ataca siempre por sorpresa. Nos alcanza en el WC o desnudos en la regadera o bien parte como un rayo la escuela donde unos niños juegan y ríen antes de quedar sepultados bajo los escombros.

Las opciones no son muchas: nos quedamos donde estamos o corremos, pero ¿hacia dónde ir desde el piso veinte o el cuarenta en un edificio que oscila como un péndulo? Y sigue temblando… el zarandeo parece eterno. ¡Padre nuestro que estás en los cielos...!

Algunos corren para alcanzar el momento preciso de que les caiga encima un poste o la cúpula de la iglesia donde se refugiaron. Si vivimos para contarlo es porque nuestro momento no había llegado… todavía. La cita con la muerte es impredecible.

¿Estoy? ¿Estamos todos? Lo primero es confirmar que nuestros amores están a salvo. Después del primer anonadamiento, sacamos una fuerza que ni siquiera conocíamos y arrastrando el alma ponemos el hombro para ayudar y acompañar a quienes buscan entre los escombros a un hijo, al hermano, a la madre que trabajaba en la casa que se derrumbó. Las manos se multiplican para salvar vidas. Cada uno hace lo que puede y no falta una joven que tocando su violín alegra un poco las almas maltrechas de quienes, a falta de todo, terminan refugiados en cualquier albergue.

Tampoco se ausenta de la ruinosa cita la flauta mágica de Horacio Franco. Y yo, sin violín y sin flauta, con apenas unas galletas que no llenaban los requisitos de lo indispensable, algo superfluo y dulce para los corazones tan necesitados de apapacho. Y por todas las emociones que no puedo describir, arropada en esta casa que ha resistido valientemente los temblores, casi me avergüenzo del lujo de tener una quesadilla caliente en el plato. Y ahora, sin soslayar el indiscutible heroísmo de tantos ciudadanos que aún siguen reconstruyendo la ciudad, creo que lo que toca no es sentirnos satisfechos sino aprovechar la sinergia que generó en nosotros la tragedia para conservar en alto el puño, para mantenernos alertas y escuchar el silencio de los que siempre se esconden y eluden toda responsabilidad.

No necesito nombrarlos, son siempre los mismos, sólo reciclados.

Lo que toca es preguntarnos ¿qué aprendimos? Lo que toca es aprovechar la evidencia de que somos los mandantes y no los estorbosos mandatarios. “No se apaniquen”, recomendó el presidente cuando se nos estaba cayendo el cielo encima. ¡Pobre presidente! No hay manera de que le atine. Por supuesto que nos apanicamos, pero también pusimos manos a la obra. Lo hicimos bien; eso hay que reconocerlo aunque todavía quede mucho por hacer. Entre otras cosas, reconocer el eficiente apoyo de los rescatistas israelíes, los topos chilenos, las brigada de hondureños o de coreanos que se presentaron de inmediato y de todos aquellos que, en solidaridad, ondearon la bandera mexicana en las diferentes capitales del mundo.

La compasión es humana y no reconoce fronteras ni muros ni aduanas. Hubiera sido impensable que de tanto dolor pudiera salir algo bueno y, sin embargo, así fue. Aprendimos. Lupita la vecina, Juan, el compañero que se quedó sin casa, yo, todos los que creíamos no tener poder, descubrimos que podemos. Ante ese descubrimiento, aferrémonos a la vida, al bien y al contento.

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