De política y cosas peores
A las puertas del banco multinacional “Shylock, Harpagón, Grandet & Co.”, aquel pordiosero imploraba la caridad pública. Pedía con gemebundo acento: “Una limosna por el amor de Dios”. Pasaba a su lado el presidente de la poderosa institución bancaria y el pedigüeño reiteraba su instancia: “Una limosna por el amor de Dios”. El rico banquero ni lo oía ni lo veía.
En una de ésas el mendigo cambió su melopea. Deprecó: “Una limosna por el amor de Dios y de María Santísima”.
El potentado se detuvo, echó mano a su cartera y le dio un billete grande al tiempo que decía: “Así con dos firmas sí”. Amable personaje de mi ciudad fue Alfredo de la Peña, conocido mejor por “el Godoy”, apodo peregrino cuyo origen ni él mismo conocía.
Era simpático y amable, de modo que todo mundo lo apreciaba, pero se las arregló para librarse de la maldición que el siempre encabronado Creador fulminó en el Génesis, con otras varias pesias, sobre el infeliz Adán: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”.
Por eso el Godoy andaba siempre a la cuarta pregunta, esto es decir en el último grado de la necesidad, y seguramente habría fenecido de hambre de no ser por la buena voluntad de los muchos amigos que tenía.
En cierta ocasión se le presentó la ocasión de hacer un negocio que le dejaría ganancia, para lo cual necesitaba un préstamo bancario.
Se lo pidió al gerente de la Financiera de Saltillo, don Luis Cabello, bonísimo señor. “Cómo no, Alfredito -le contestó el funcionario-. Nada más tráeme las firmas de aval de don Isidro López y don Segundo Rodríguez”.
Esos señores eran los hombres más ricos de la ciudad. No contaba don Luis con que ambos querían bien al Godoy, y le dieron su firma sin tomar en cuenta la sabia admonición que en dos palabras dice: “Fiador, pagador”. El Godoy regresó a la Financiera y le entregó a don Luis las firmas que le había pedido. Asombrado, pero sin escapatoria ya, el banquero le ordenó a su secretaria: “Hágale un cheque al señor por la cantidad que pide”.
Le preguntó el Godoy al tiempo que esgrimía su pluma: “¿Dónde te firmo yo, Luisito?”. “¡No! -exclamó con alarma don Luis retirándole el papel apresuradamente-. ¡No me eches a perder las otras dos firmas!”. Dos voces ha debido escuchar en estos días López Obrador.
La primera fue la de Ernesto Zedillo, uno de los mejores Presidentes que en nuestros tiempos ha tenido México. Su entereza patriótica permitió la transición democrática, y no vaciló en afrontar las más acerbas críticas con tal de salvar de la debacle la economía nacional y preservar el buen nombre y la confiabilidad del país en el extranjero. La razonada crítica que el ex mandatario hizo a la aberrante reforma judicial de AMLO fue lapidaria y contundente.
Otra voz debió oír el caudillo de la 4T: la de Carlos Slim, quien con autoridad moral manifestó que sin seguridad no hay libertad, en tácita alusión a lo que por estos días sucede en Sinaloa y otros estados. Autorizadas son esas dos firmas, pero AMLO hará caso omiso de ellas, pues no escucha otra voz más que la suya.
En un principio Claudia Sheinbaum recomendó diálogo y prudencia al tratar aquella reforma, aunque luego se allanó a la iniciativa, quizá por la obligada cautela que antes de su toma de posesión está obligada a mostrar ante la voz del amo.
Esperemos que ya como Presidenta haga honor a su condición de mujer libre, no sujeta a los dictados de un jefe máximo, y enmiende los numerosos yerros de su antecesor, siquiera sea paulatinamente para no exponerse a las coacciones que López diseñó para asegurarse la sumisión de quien lo sucedería. Esperemos.
FIN.