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Editoriales

José López Portillo: “¡Tu quoque, fili!”

Juan María Alponte

En el año 68 antes de Cristo, Julio César hizo el elogio de su tía Julia. Su discurso aún sobrecoge.

Arrogancia. Esa ceguera que paraliza el entendimiento de muchos gobernantes: "Hay en nuestra familia, dijo, la sacrosanta dignidad de los reyes y la venerable majestad de los dioses que tienen poder, a su vez, sobre los reyes mismos". El 15 de marzo de 44 Julio César se dirigió al Senado su esposa, Calpurnia, le suplicó que no fuese porque había tenido malos sueños donde le esperaba un grupo de senadores republicanos comprometidos en su asesinato. Le acusaban de dictador y de pretender ser un rey. El 15 mismo, ¡líbrate de los Idus de Marzo!, Marcus Brutus, en el Forum, había condenado el poder personal de César. Al entrar en el Senado le rodearon en un círculo. Los puñales se hundieron. Julio César sólo pudo pronunciar sus últimas palabras: ¡Tu quoque, fili!, "Tú también, hijo". Se dirigían a Marcos Juniius Brutus. Un día José López Portillo le envió la frase a su amigo Luis Echeverría Álvarez.

Toda vida humana, en su muerte, como transfiguración y drama existencial, convoca una meditación. En los regímenes personalizados y autoritarios, por el ingente poder que las estructuras dominantes, ello genera en torno de sus líderes, a toro pasado, un inevitable rencor. Es mucho más cruel que en los periodos donde los príncipes están sometidos a la ley y a los medios de comunicación libres. Ahora, cuanto más se grita más silencio hubo, antes, cuando todo eran rumores. En el caso de José López Portillo el drama de su "desvivir" ha sido mayor porque su propia personalidad, exuberante y literaria, parecía construir, por encima de él mismo, la tensión entre su "yo" apolíneo, generoso y equilibrado, y su "otro yo", el de los demonios dionisiacos que, hasta el fin, le persiguieron y vencieron. Guardo de él, en la memoria, en busca de concordia, una lectura, no complaciente pero sí estimativa, de un hombre con inmensas posibilidades y riqueza conceptual, que se fue destruyendo a sí mismo. He oído hablar, tantas veces, de su "frivolidad" que me resisto a emplear esa palabra. Por ello me inclino por lo dionisiaco: impulsos y frenesí. A veces, los intentaba equilibrar con su otro lado, patente y en crisis: su lado apolíneo.

En la noche en que se desanudaría su nombramiento público como candidato, me llamó para que le viese, al día siguiente, en Los Pinos. Fui. Ni de lejos podía suponer para qué. Me dijo que quería que le ayudase a escribir lo esencial de su biografía. "¿Ahora mismo?". "Ahora". Hablamos. Entendí. Me dijo: "¡Qué gran honor!". Tengo horror a las palabras legendarias. Se me escapó, ante los papeles, mi primera reflexión, anticortesana, ante el hombre que iba a ser presidente de la República: "¡Qué gran responsabilidad!". Fue un día terrible en muchos aspectos. Todavía había búfalos y su jadear, su sudor, su áspera capacidad para el codazo alumbró mi vieja y socrática voluntad interrogativa: "Sólo el Derecho crea la fuerza".

Leí, después, con avidez (hasta un periódico extranjero me dio dos mil dólares por un análisis crítico, inmediato, del libro de López Portillo Mis Tiempos ) sus Memorias. Tienen y retienen, a la vez, sus dos temperamentos: el apolíneo y el dionisiaco. La desmesura del escritor, que lo era, aparece como si, a veces, dijera de sí mismo, barbaridades. Entre líneas elude y fustiga. De todas las maneras, su nombramiento, entre dos, por el presidente Echeverría, es el relato, impávido, de una manera execrable de gobernar. Memoria de las monarquías cesáreas. He de decir que ya nunca más podrá repetirse ese modelo. Esa etapa de México ha terminado y Vicente Fox sabe ya, como testigo memorable, lo que significa el fin de la Presidencia hecha de la sacrosanta dignidad de los reyes y la dignidad de los dioses. Cierto es que todavía no sabemos qué hacer con las cenizas. He aquí el diálogo: Echeverría estaba de buen humor y tuvimos frente a la mesa de trabajo un breve acuerdo sobre la cuenta pública y algunas disposiciones sobre el presupuesto y la Ley de Ingresos. Después me invitó a sentarme en los sillones coloquiales de recia factura colonial, junto a la vitrina de la bandera y, brusca, aunque no inesperadamente, me dijo algo como esto: "señor licenciado López Portillo, el partido me ha encomendado preguntarle si acepta usted la responsabilidad de todo esto", y con un gesto envolvió el ámbito del Poder Ejecutivo, concentrado allí, en el despacho de Los Pinos". Renglón siguiente del relato: Sí, señor Presidente. Acepto.

Bien. Entonces prepárese usted, pero no se lo diga a nadie, ni a su esposa ni a sus hijos. Ya lo llamaremos, cuando el partido concluya la organización y los sectores se pronuncien públicamente".

López Portillo prosigue su relato así: "La serenidad era mi sentimiento dominante. Me empecé a asombrar de no asombrarme. Más aún, me asombré de que, en aquellos momentos, me dieran ganas de bostezar y tuviera yo que hacer un esfuerzo para que no fuera ostensible. No sé si se trataba de una defensa psicológica, el caso es que tuve que contener el bostezo y pensar que lo estaba conteniendo". Dionisio se burlaba de Apolo.

La noche antes de su muerte Julio César cenó con Marcus Lepidus. Según la ingente encuesta de Max Gallo (Cesar Imperatur) sólo le dijo que, al día siguiente, se ocuparía, en el Senado, de cosas políticas y que le preocupaba una expedición contra los Parthus. Rutina.

Recuerdo dos conversaciones con José López Portillo. La primera para hablar del petróleo "como la riqueza de México". Lo rechacé. Argüí, como otras veces: "No hay otra riqueza, en un pueblo, que el capital humano. No entiendo que un hombre tan inteligente como usted no lo asume". Quedé en verle el último día de su gobierno. No había nadie, nadie, en Los Pinos. Cajas cerrándose, oficiales silenciosos. El jardín dormía. Nos sentamos. "¿Qué piensa hacer?". "Me sugieren que sea embajador en Italia". Estallé: "¿Por qué? ¿Por qué una cosa así?". "¿Qué harías tú?". "Usted quiere escribir y pintar". "Compré una casa entre Siena, Pisa y Florencia, el triángulo de la civilización". Me miró asombrado: "Sabes que eso me dijo mi padre". Aún tengo en la memoria aquella melancolía. Quiso; no pudo.

Analista internacional alponte@prodigy.net.mx

Escrito en: López, Julio, César, Portillo

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