"El Papa, el Papa debe regresar... -la ovación de los miles de estudiantes que abarrotábamos el atrio de la Basílica de Guadalupe interrumpió el mensaje de Juan Pablo II-... el Papa debe regresar a la universidad".
Aún resuenan en mí estas palabras que pronunció el Santo Padre aquel 31 de enero de 1979, y junto con ellas el recuerdo de los momentos del inicio de su pontificado, queríamos que regresara a visitarnos, por eso lo interrumpimos, y nuestro deseo se cumplió con los cinco viajes que realizó a nuestro país.
Ahora su viaje es a la casa del Señor, momento que aprovecho para recordar algunas características de sus predecesores. A Juan XXIII, el iniciador del Concilio Vaticano II, le dieron el título de "El Papa Bueno".
A Paulo VI, quien concluyó el Concilio Vaticano II, lo recuerdo por su seriedad, pero también como el gran defensor de la doctrina de la fe en aquellos momentos difíciles del auge de la teología de la liberación, por un lado, y el architradicionalismo de Mons. Marcel Lefebre por el otro; pero también le tocó iniciar los viajes apostólicos al nuevo mundo, para participar en la Conferencia del Episcopado Latinoamericano en Colombia, y ante la ONU en Nueva York.
Especial fue la sonrisa de Juan Pablo I, quien durante su breve pontificado de 33 días, en 1978, sirvió para recordamos que Dios quiere que seamos alegres en el camino de la santificación.
Pocas horas antes de su fallecimiento, en mi mente daba vueltas el recuerdo de cómo, durante sus 26 años de pontificado, Juan Pablo II conjugó en su persona estas notas características de sus predecesores.
La bondad de su corazón siempre se manifestó en su mirada, en sus palabras, sus acciones, hacia todos sin distingos, católicos o no, pero en particular a los más necesitados, los niños, los ancianos, los enfermos, los marginados, los presos. Siempre tenía a la mano lo que cada uno de nosotros necesitábamos para consolar nuestros corazones, inclusive el perdón para quien intentó asesinarlo.
La sabiduría y el trabajo constante para educamos en la fe, a través de sus encíclicas, exhortaciones apostólicas, homilías y cientos de mensajes difundidos por toda la tierra, interpretando la realidad de la vida cotidiana a la luz del Evangelio, para vencer el materialismo y el hedonismo. Siempre le acompañó su sonrisa, que si bien es cierto que la enfermedad se la quiso borrar de los labios, permaneció en sus ojos, en esa mirada que a veces me recordaba la de un niño travieso.
Pero no solamente supo conjugar las virtudes de sus antecesores, sino que le imprimió un sello especial a su pontificado, pues así como Cristo predicó la buena nueva por toda la tierra de Israel, seguido por las multitudes Juan Pablo II cumplió con el mandato divino de ir por todo el mundo para proclamar la Buena Nueva a toda la creación (Mc. 16, 15), en sus múltiples viajes, sin importar las enfermedades ni el cansancio, recorrió casi todos los países de los cinco continentes.
Se acercó al pueblo, como lo pudimos vivir aquí en Durango en mayo de 1990, y con eso, no solamente lo tuvimos como guía espiritual, sino como nuestro amigo que nos habló en nuestro idioma en nuestra patria. Así captó el amor de todo el mundo y la atención constante de los medios de comunicación, para que éstos sirvieran al propósito de la nueva evangelización, provocando la noticia positiva para introducir en ellos el mensaje de Cristo.
En su encíclica "Evangelium Vitae" recordó las palabras de San Pablo: "¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!" (1 Coro 9,16) y repitió lo enseñado por Paulo VI en la exhortación apostólica "Evangelii nuntiandi: "evangelizar constituye la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar", pero además nos recuerda que "la evangelización es una acción global y dinámica, que compromete a la Iglesia a participar en la misión profética, sacerdotal y real del Señor Jesús. Por tanto, conlleva inseparablemente las dimensiones del anuncio, de la celebración y del servicio de la caridad. Es un acto profundamente eclesial, que exige la cooperación de todos los operarios del Evangelio, cada uno según su propio carisma y ministerio".
Todos somos parte de la Iglesia, somos operarios del Evangelio, a todos los cristianos nos obliga el mandato de ir por todo el mundo para difundir la buena nueva, y por ello debemos seguir el ejemplo de Juan Pablo II, con bondad en nuestro corazón, con la sabiduría que el Espíritu Santo nos infunde para aplicar los conocimientos adquiridos en materia de la doctrina de la fe, la alegría en todo momento, y predicar en la casa, en el trabajo, entre los amigos, donde estemos, con palabras y con el ejemplo.
Juan Pablo II ha traspasado los umbrales de la casa del Señor. Una vez más los medios de comunicación le han dado la mayor parte de su espacio para hablar de su postrer viaje, recordándonos los momentos fundamentales de su vida y sus enseñanzas. Se ha quedado en nuestros corazones y en nosotros está seguir su ejemplo de vida de amor a Cristo, de vida recta y coherente hacia la plenitud de la santificación mediante la imitación de Cristo en el inicio del tercer milenio. Durango, Dgo., 2 de abril de 2005.