Acabo de asistir a la puesta en escena de La Boheme, la ópera de Puccini, en el Teatro Alla Scala de Milán.
La orquesta la dirigió Gustavo Dudamel, el joven conductor venezolano que, a sus veintisiete años, se ha colocado ya como una de las estrellas de la música contemporánea. Escuchando La Boheme, la razón es evidente: Dudamel le da a la orquesta tanto valor —no más, no menos— que a los cantantes y la puesta en escena. Escuchando la representación, uno se da cuenta de la regularidad con que los directores musicales de la ópera se limitan a acompañar a los cantantes, disminuyendo a la orquesta.
Dudamel, en cambio, le da a ésta su más absoluta sonoridad, un énfasis que obliga —este es el asunto— a los cantantes, no a competir con el foso de la orquesta, sino a permitir que la orquesta sea tan protagónica, eficaz, sonora y emocionante como los actores, dándole unidad y repercusión a la obra. El fenómeno Dudamel es paralelo, aunque no producto, de otro gran evento cultural venezolano: la Red Nacional de Orquestas Juveniles e Infantiles creada en 1975 (y dirigida desde entonces) por el maestro José Antonio Abreu. Este año, la FESNOJIV, como se le conoce por sus siglas, recibirá en Oviedo el premio Príncipe de Asturias para las artes.
Es una culminación (faltan más) de un esfuerzo extraordinario, no sólo para crear un conjunto musical sino para salvar a niños amenazados por la droga y el crimen. De los doscientos cincuenta mil niños que asisten a las escuelas del FESNOJIV, el noventa por ciento proviene de la pobreza y otra parte del crimen y la drogadicción. Lennar Acosta había sido arrestado nueve veces por asalto armado. Hoy es clarinetista de la Orquesta Juvenil. Edison Ruiz trabajaba en un supermercado en un barrio de pandilleros. La FESNOJIV le dio una viola en vez de una metralleta. Lo sentaron en medio de la orquesta y Edison encontró su vocación. No sabía leer música. Le pusieron una partitura de Tchaikovsky. Edison les dijo que estaban locos. Abreu le contestó: —Escucha y aprende.
“Nadie me dijo nunca nunca” recuerda el muchacho. A partir de su creación, el “sistema” ha dado trabajo musical a casi medio millón de jóvenes venezolanos. Se les empieza a preparar a los dos o tres años de edad. Se les da apoyo económico a las familias. Los niños más adelantados le dan clases a los novatos. El ejercicio orquestal exige cuatro horas diarias seis veces por semana. Al cabo, los estudiantes más aventajados reciben becas e ingresan a universidades europeas. José Antonio Abreu empezó hace treinta años con once jóvenes. Al día siguiente, había veinticinco y al cabo de una semana, setenta y cinco. La música ha sido el camino de la superación social.
La pobreza, recuerda Abreu, significa soledad, tristeza y anonimato. La orquesta trae alegría, motivación, emulación, trabajo en equipo y éxito. ¿Existe receta mejor para rescatar a los ejércitos de la miseria infantil en la ciudad de México, Sao Paulo, Lima, Managua...? Hay aquí una idea que, en México, deberían aprovechar tanto el gobierno federal como las autoridades capitalinas. La orquesta juvenil de Abreu es parte de un magnífico renacimiento (o nacimiento) musical latinoamericano. Algunos de los grandes músicos del pasado reciente han sido nuestros.
Alberto Ginastera en Argentina. Villa-Lobos en Brasil. Y en México, Carlos Chávez, Silvestre Revueltas, Eduardo Mata, para no hablar de la riqueza de la música popular. Tampoco han faltado grandes intérpretes, del chileno Claudio Arrau a la río-brasileña Bidú Sayao y el mexicano Carlos Prieto. Pero el número y la calidad actuales son excepcionales. El mexicano Rolando Villazón y el peruano Juan Diego Flórez ofrecen un concierto de canto en París a salas repletas. Villazón, en el Covent Garden de Londres, lleva el peso de la larga y exigente ópera de Verdi, Don Carlo. A Flórez se le exige romper la tradición y hacer un bis con La hija del regimiento de Donizetti tanto en Milán como en Nueva York. El mexicano Ramón Vargas se lleva una de las ovaciones más largas que he escuchado cantando el Eugenio Oneguin de Tchaikovsky en el Met de Nueva York.
Y de nuevo en Manhattan, la mexicana Alondra de la Parra forma, anima y presenta, con enorme éxito, su orquesta dedicada a la música de las Américas. Y Gustavo Dudamel, solo en el año actual, dirige a la Filarmónica de Los Angeles, la Filarmónica de Berlín, graba a Berlioz y Prokofiev y debuta en el Festival de Salzburgo.
Paso a darle un abrazo después de La Bohemia en Milán y se lo doy no sólo a Dudamel, sino a toda una generación de jóvenes artistas latinoamericanos de proyección internacional, que han llevado nuestra cultura a un plano creativo en cuyo aire no respiran las pequeñas miserias locales de la envidia, la maledicencia y la guillotina para quien asoma la cabeza. Dudamel, Abreu, Villazón, Flórez, De la Parra, Vargas, representan la mayoría de edad y la presencia internacional de la gran cultura musical latinoamericana.