“Pobres de los países que
carecen de héroes”.
“Pobres de los países que
necesitan héroes”.
Bertold Brecht
La mañana del 6 de febrero de 2000, era domingo, temprano, muy temprano, sonó el teléfono. Una llamada a esa hora era extraña. Contesté con cierto desconcierto. El presidente Zedillo quiere hablar con usted. Con Zedillo tenía entonces una relación cordial, pero no de amistad. Reproduzco sus palabras matizadas por la memoria. “Federico, la Policía Federal ha entrado a la UNAM, hay cientos de detenidos. No hay heridos ni muertos. Teníamos que hacerlo”. Me dio su versión. Un crítico está obligado a escuchar. Prendí el televisor, patrullas, helicópteros, cientos de policías, coberturas noticiosas especiales. La UNAM tomada. El rector De La Fuente me había invitado a formar parte de la Comisión de Garantías, un órgano especial encargado de buscar salidas al conflicto. Fueron meses muy intensos, terribles. Las autoridades, locales y federales, parecían dejar solo al Rector. Algunos hablaban ya de cerrar la Universidad Nacional. De pronto todo culminaba con una solución odiosa pero necesaria. Como universitario siempre se alberga la esperanza de otro camino. Pero todas las alternativas de negociación se desmoronaron. En el fondo estaba convencido de que no había ninguna voluntad de negociar. La contraparte estaba envenenada.
Al día siguiente decidí entrar a Ciudad Universitaria. Miembros de la PFP la resguardaban. Recorrí Filosofía y Letras, Derecho, Economía y su entorno. Adentro el panorama era devastador. Los pasillos solitarios, los muros repletos de graffiti y pintas, posters del Che, frases de Mao, de Marx, etc., colchones en el piso, anafres, rastros de fogatas. Ropa sucia, cajas de cartón con utensilios de cocina. Encontré casquillos de calibre grueso y varias mesas colocadas en forma de línea de producción con botellas de refresco, estopa y todo lo necesario para fabricar bombas molotov. Las armas habían sido retiradas. Permanecí allí un par de horas, apesadumbrado: mientras el mundo vivía una etapa de brutal renovación política y económica, en mi país, en mi Universidad, había grupos de estudiantes anclados en el pasado. La vía violenta como única alternativa esa su convicción íntima. Era como retroceder medio siglo. Todos éramos responsables de esa intoxicación ideológica.
Hace unos días, mientras las FARC liberaban a los rehenes y caía Raúl Reyes me encontraba en Colombia dando una serie de charlas. Una de ellas fue en un hermosísimo edificio de la Universidad Nacional construido por el gran arquitecto Rogelio Salmona. El tema era la lectura y cómo fomentarla. Al final de la charla un maestro reivindicó a Cuba y a Fidel Castro como la única alternativa válida para garantizar la cultura y la identidad nacional. Un buen número de alumnos asintieron con sus rostros. Recordé lo ocurrido en la UNAM hace ocho años. Y pensé que era un irresponsable.
Ahora resulta que varios de los caídos en el ataque a las FARC eran estudiantes o egresados de la UNAM. Por supuesto que no hay forma de acreditar un vínculo institucional. Como tampoco hay forma de hacer creíble la total independencia de los estudiantes de las FARC. Héctor Aguilar Camín (Crimen, MILENIO, 7, del III, 08) ha planteado las preguntas ineludibles: cómo ignorar la red de apoyo al movimiento anidada en varias instituciones, cómo ocultar la tolerancia institucional a este tipo de movimientos. Y las familias, ¿de verdad no estaban enteradas? ¿Quién pago los traslados? ¿Cómo fue que les permitieron llegar hasta un centro neurálgico? ¿Simplemente a hacer estudios? De nuevo: la subversión, la idea de destruir las instituciones para crear algo nuevo tiene en nuestro país un cobijo cultural. La vía violenta está glorificada en nuestra historia. Los sublevados son los constructores de la patria. Los ejemplos más recientes van del EZLN, al CGH o a la negativa de poner el nombre de Octavio Paz en el recinto legislativo por carecer de méritos heroicos. El pensamiento, la defensa de la palabra, de las ideas no son suficientes.
En toda democracia que se precie de serlo tiene que haber una condena unánime y sistemática a la vía violenta. No se vale coquetear con ella para ganar adeptos radicales. Evadir el problema es complicidad. Para los gobiernos nunca es buen momento para aceptar la existencia de grupos subversivos.
Prefieren por ello callar, fingir demencia. Pero en el caso mexicano no sólo se trata del EPR oculto en las montañas de Guerrero y Oaxaca, de unas decenas o cientos de personas armadas. En México hay toda una vertiente ideológica de la subversión, la subversión buena, la justiciera, la que –dicen- siempre se valdrá. Allí está el origen, la génesis. No sólo es la injusticia lacerante, la pobreza, es también una visión del mundo, un populismo académico y político que no se atreve a cerrar las puertas de la vía heroica que alimenta la idea de violencia justa.
¿Quién mató a estos jóvenes mexicanos? Las balas fueron del ejército colombiano, pero atrás, hoy en silencio, están los responsables de su presencia allí. ¿Quiénes fueron sus maestros, en secundaria, en preparatoria, en la Universidad? ¿Con qué tipo de lecturas se alimentaron? ¿Qué pláticas de sobremesa tuvieron en sus hogares? ¿Cuáles fueron los héroes que les fueron inculcados?
La violencia es un fantasma que convive entre los mexicanos. Ciertos partidos políticos no sólo la toleran sino que la invocan como un camino válido. Las instituciones educativas la fomentan. Incluso le cantamos. ¿Cuál es la sorpresa? Defender la ley y la vía pacífica como única, es visto como una actitud conservadora. Ese veneno tiene consecuencias.