Hace treinta, cuarenta años, una de las preocupaciones principales de un pater familias de clase media mexicano con críos escolapios era conseguir una enciclopedia baratona pero eficiente. ¿La razón? Que se tenía la conciencia de que, tarde o temprano, los maestros latosos iban a encargarle al estudiante la biografía de un estadista lituano, que dibujara la cuenca hidráulica del río Syr Darya, o explicara el mecanismo interno de una máquina de vapor del siglo XVIII. Como en aquel entonces lo más importante era el aprovechamiento del alumno, y que no quedara en desventaja en relación con sus condiscípulos, había que adquirir las herramientas necesarias para que adquiriera ésos o aún más bizarros conocimientos.
Como era de esperarse, tal necesidad era aprovechada por una particular plaga de esos entonces: los vendedores casa-por-casa (“¡Manzana por manzana!” replican los Lopistas por mero reflejo) de enciclopedias de todo tipo. Y digo de todo tipo, porque en efecto así era: había especializadas en aspectos científicos y técnicos, diccionarios de veras universales, o aquéllas que trataban del cuidado de la salud de la familia, el bebé y el compadre crudo. Hasta había enciclopedias en el sentido estricto de la palabra, que intentaban congregar y ordenar la mayor cantidad posible del conocimiento humano conseguido hasta ese momento.
Por supuesto, especialmente a partir de los años ochenta, las enciclopedias se fueron volviendo cada vez menos demandadas y más obsoletas. Y ello, por dos factores. Por un lado, las cosas empezaron a cambiar de manera tan rápida, que un conocimiento que se había sostenido durante décadas o hasta siglos, se volvía inconsecuente en un parpadeo. Y el nuevo conocimiento, a su vez, se veía rebasado en poco tiempo porque el circuito integrado siguió el camino de los dinosaurios ante el aerolito del microchip. Y en segundo lugar, y a propósito, la revolución en la electrónica permitió almacenar el equivalente a 20 tomos de ésos para sacar hernias, en un simple disco compacto.
El manejo de las enciclopedias, además, requería de una cierta pericia que no todos los escuincles poseían. Si uno quería entregar un trabajo decente, había que realizar referencias cruzadas, buscar relaciones entre un tema y tomo y otros, y contar con una pizca de intuición para pasar de “Ricardo Corazón de León” a “El uso de las mallas en la Edad Media” y descubrir (si se tenía suerte, aparte) que el monarca en cuyo nombre actuaba Robin Hood era una loca.
¡Qué tiempos aquéllos, en que había que apilar varios volúmenes en el escritorio con la remota esperanza de encontrar lo que uno buscaba! Ahora basta con abrir en Internet la página de Google, teclear alguna palabra clave, y en menos de dos segundos encontrarse con miles de artículos referidos a ese tema. Por supuesto, muchos de ellos son simple bazofia. Pero uno tiene en la punta de los dedos, y con rapidez de relámpago, toneladas de información que en otros tiempos hubiera tomado semanas localizar… por no decir nada de poder accesar.
El buscador Google recibe su nombre de un juego fonético con la palabra Googol. Éste fue un término inventado hace un par de décadas por unos matemáticos ociosos, a quienes se les ocurrió darle nombre a un número inverosímil: googol es diez elevado a la centésima potencia (o sea, un uno seguido de 100 ceros). Y es inverosímil, porque no hay nada en este cochino Universo (visible) que se acerque a una cantidad semejante. La entidad más abundante de la Creación, los electrones, se calcula que suman diez a la septuagésima octava potencia (un uno seguido de setenta y ocho ceros). Así que ni contando lo más abundante en el Cosmos se alcanza el Googol. Otros matemáticos todavía más ociosos se aventaron la puntada de concebir el googolplex, o sea diez elevado a la potencia googol (un uno seguido de un número googol de ceros). Lo único que conozco que se pueda concebir con semejante cantidad es la ineptitud, el cinismo y la desvergüenza de nuestra rapaz e inútil clase política.
Google fue concebido como un buscador que, sus creadores esperaban, pudiera tener acceso instantáneo a (figuradamente) un googol de información, a disposición de cualquier hijo de vecino. Creo que tuvieron éxito. Hoy en día los temas más recónditos y abstrusos pueden ser consultados, siempre y cuando alguien haya escrito algo sobre ellos en algún sitio de la WWW, así sea hace décadas, así sea en otro continente, así sea el autor un Premio Nobel o un perfecto imbécil.
Que ésa es otra: Google no discierne si la información es verídica o ya de perdido digna de confianza. Como hoy en día cualquier orangután medianamente alfabetizado puede poner sus ideas, proyectos y alucines en la red, tan sesudas disquisiciones pueden aparecer al realizar cualquier tipo de búsqueda. Y no faltan las pobres almas que se dejan llevar por lo que dice la página de un supremacista blanco, un marxista trasnochado que augura el inminente colapso del capitalismo (no, lo que está ocurriendo ahora no es ningún colapso económico global; si acaso, nervioso) o un simple creyente y seguidor de Walter Mercado. El gran defecto de Google es que resultó demasiado exitoso: en efecto, logró materializar el sueño de los enciclopedistas del siglo XVIII: hacer accesible todo el conocimiento humano a quien fuera. El problema es que buena parte del conocimiento humano es vil basura. Y ahora, como decíamos, mucha gente tiene la desvergüenza (o ingenuidad) de dar a conocer su ignorancia, prejuicios y distorsiones mentales al mundo entero.
Para colmo, existe el proyecto de crear una enciclopedia universal en la que puede meter su cuchara quien le dé la gana. Es el planteamiento de la Wikipedia y otras páginas wiki (“wiki wiki” significa “rápido” en no sé qué dialecto hawaiano; no confundir con “kwiki”, que se refiere a otro tipo de rapidez), que en una docena de idiomas convoca a quien tenga algo que decir a colaborar en la redacción de artículos sobre todo tipo de temas. Y cualquiera puede editar lo ya escrito. Claro que hay restricciones, y algunas páginas evidentemente parciales o difamatorias son sacadas rápidamente de circulación; o se previene al lector que “la objetividad de este artículo ha sido cuestionada”. Pero se pueden colar muuuchos errores: hace un par de años, John Seigenthaler (editor fundador de USA Today) puso el grito en el cielo cuando descubrió en el artículo de Wikipedia referido a su persona la acusación (falsa) de que había sido sospechoso ¡del asesinato de John F. Kennedy! El escándalo que se armó le puso los reflectores a la Wikipedia y su manera de ayudar a crear y dispersar el conocimiento.
Así que ahora es muy fácil saber, así sea por encimita, lo que sea de lo que sea. Es cuestión de googlear o checar si ya está wikipeado. ¡Hasta el lenguaje sale malparado con estas cosas!
Consejo no pedido para tener 100,000 entradas con su nombre en Google (La palabra “Dios” tiene 625 millones de entradas… y “sexo”, 825 millones; cosas de los tiempos): Vea “Pi” (1998), de Darren Aranofsky, sobre la búsqueda del número mágico que nos explique no sólo el Universo, sino cómo rayos podemos caer de nuevo en las garras del PRI. Provecho.
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