D Esde distintos miradores, suscitadas por diferentes intereses, se multiplican las condenas al Gobierno cubano, a causa de la muerte de Orlando Zapata, un disidente que cumplió hasta el extremo anunciado una huelga de hambre; y por un ayuno semejante practicado desde hace un mes por Guillermo Fariñas, opositor también al régimen cubano, que reclama la libertad de 26 compañeros suyos, presos políticos como él mismo lo ha sido durante once años.
Me sumo sin reticencias al pedido de libertad para esas personas, y por consecuencia al pedido de que Fariñas ponga fin a una acción que ha practicado otras veces y que es un recurso válido cuando se considera que otros medios de protesta política son ineficaces. Estoy seguro de que una república que persigue y ha logrado en amplia medida satisfacción a derechos humanos elementales como los que conciernen a la salud, a la educación, a la propia estima, bien puede admitir y aun alentar derechos políticos como el de no afiliarse al pensamiento dominante y aun buscar una forma de organización política distinta de la vigente en Cuba.
Ciertamente, en el análisis de la situación cubana es imposible soslayar el hostigamiento, el acoso que han padecido el Gobierno y el pueblo cubanos desde que proclamaron su revolución. El asedio armado, la multitud de atentados fallidos contra Fidel Castro, la invasión misma patrocinada desde Estados Unidos, de donde partió, todo eso obligó a constreñir las libertades personales, como ocurre en toda población hostilizada y en riesgo de ser penetrada por una quinta columna. La tensión permanente ante el peligro externo genera una deformación en las relaciones no sólo entre el poder y los gobernados sino entre los ciudadanos mismos, en que priva la desconfianza aun por encima de la solidaridad revolucionaria y a veces disfrazándose de ella. Pero esa excrecencia, que lleva a ver en el otro un eventual enemigo, no es, no debe ser parte sustantiva de la cultura política de un Gobierno que tiene a los seres humanos como suma y destino de sus tareas.
Por lo tanto, como elemento circunstancial y no inherente a la vida cubana, el temor y el desdén hacia los que no se atienen al credo oficial pueden ser eliminados para favorecer una convivencia democrática en plenitud, en que tengan también cabida los diferentes, los disidentes, los opositores. El entorno mundial, las condiciones políticas del vecindario en que actúa Cuba no son riesgosos como llegaron a serlo en etapas ya superadas, y por ello el poder no necesita ejercerse sin trabas. Puede y debe haber lugar para las libertades públicas en Cuba. Debe cesar el castigo a la disidencia, porque no debe ser delito la insumisión al pensamiento único.
En tal sentido es más de atender el llamado de miles de artistas, creadores, intelectuales, muchos de ellos respetuosos de las metas revolucionarias del Gobierno de Cuba, que demanda atender a Fariñas y poner en libertad a los 23 presos por los que aboga. Una revolución humanitaria se enriquecerá con la admisión de la diferencia como complemento necesario y fructífero de la opinión mayoritaria. Una sociedad donde persiste un régimen de partido único y de medios de comunicación controlados ha de estar en posibilidad, sin embargo, de prohijar respeto al resto de los derechos humanos.
Otra cosa es la sibilina advertencia de los gobiernos que, como el de la Unión Europea, pretenden inducir un cambio de régimen en Cuba. Ninguna democracia, aun la más perfecta en su diseño institucional, funciona si es impuesta desde fuera. Por razones humanitarias, no en atención a presiones maniqueas e hipócritas, el régimen cubano, ese al que se quiere transformar desde fuera, ha de ser capaz de emprender sus propias metamorfosis.
En México, como en otros países, se ha levantado un clamor semejante por el respeto a la disidencia cubana. Es comprensible y digno de aplauso que así sea porque está viva la llaga del régimen autoritario mexicano con su cauda de guerra sucia y represión contra quienes se oponían a tener los designios oficiales como verdades absolutas por encima de la crítica. Ese régimen no acabó del todo, prevalecen no pocos remanentes de esa cultura. Tenemos entre nosotros presos políticos, presos de conciencia injustamente recluidos en las cárceles donde no están los culpables de expoliaciones que afectan a la sociedad mexicana. Conservamos la huella de conductas que antaño causaron graves daños y todavía hoy atentan contra derechos básicos de las personas, como la supresión de decenas de miles de empleos y su secuela represiva.
Poner la vista en las violaciones a los derechos humanos en Cuba puede ayudar a hacer lo propio respecto de nuestras propias lacras. Quienes hoy se duelen por la huelga de hambre de Fariñas y no hicieron lo mismo ante el ayuno de trabajadoras de la industria eléctrica que exigían justicia ante el despojo de su empleo adquirirán mayor sensibilidad ante situaciones semejantes en el futuro. Quienes reprueban el maltrato asestado por la Policía habanera a las Mujeres de Blanco y pasaron por alto el destrozo de la dignidad de muchas jóvenes en los arrestos colectivos de Atenco en mayo de 2006 estarán en mejor condición moral para percibir la semejanza entre ambas conductas. Quienes piden la libertad de los disidentes cubanos tienen a la mano casos para invocar la libertad de los cientos de mexicanos disidentes privados injustamente de su libertad.
¡Vivan los derechos humanos en Cuba y México!