Cuando Nuestro Señor Jesucristo dijo: "Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros, como yo os he amado" (San Juan 13, 34), marcó un camino diferente para toda la humanidad.
Ya no era "el ojo por ojo, ni el diente por diente" que tanto se pregonó en el Antiguo Testamento, ahora se nos dice que perdonemos, que no tomemos en cuenta las ofensas recibidas, que nos dejemos de murmuraciones, que amemos y que vivamos en paz con nuestros hermanos.
Aclarando que "no podemos amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano a quien vemos".
Por el camino de la vida nos encontramos a muchas familias desunidas porque los hermanos están distanciados, prácticamente peleados, y eso es muy triste.
En un principio, cuando los padres vivían, hicieron todo lo posible por mantenerlos unidos, solucionaban cualquier diferencia entre ellos, los pacificaban, pero conforme fue pasando el tiempo, las relaciones se enfriaron y terminaron distanciados. Muchos de ellos se han convertido en terribles enemigos que defienden "su verdad" en los tribunales y se maldicen cada vez que se encuentran en la calle. Perdonan ofensas más graves de cualquier otro, pero no las que provienen de personas que tienen su misma sangre.
Lamentable es saber que un hermano -sea por el motivo que fuere- no le habla a su propio hermano.
Por eso aconsejaba sabiamente San Agustín: "Procurad adquirir las virtudes que creéis que faltan en vuestros hermanos, y ya no veréis sus defectos, porque no los tendréis vosotros".
Sólo la persona humilde está en condiciones de perdonar, de comprender y de ayudar, porque sólo ella es consciente de haber recibido todo de Dios, y conoce sus miserias y lo necesitada que anda de la misericordia divina.
De ahí que trate a su prójimo -también a la hora de juzgar- con comprensión, disculpando y perdonando cuantas veces sea necesario.
Todos tenemos defectos, muchísimos más de los que reconocemos tener, por lo tanto, excusemos los de otros para que toleren los nuestros, solo de esa manera no nos distanciaremos no solo de nuestros hermanos de sangre, sino de nuestros hermanos en Cristo.
Ejercitémonos en ver las cualidades del prójimo, y de esa manera descubriremos que las actitudes que nos molestan son de escaso relieve en comparación con las virtudes que posee. "Procuremos siempre -aconsejaba Santa Teresa- mirar las virtudes y cosas buenas que viéremos en los otros, y tapar sus defectos con nuestros grandes pecados".
Recordemos que el Señor no despidió a sus Apóstoles ni dejó de apreciarlos porque tuvieran defectos.
Amar a los demás, con sus defectos también, es cumplir la Ley de Cristo, pues toda la Ley se resume en un solo precepto: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo", y no dice este mandamiento de Jesús que se ha de amar sólo a quienes carecen de defectos o a quienes tienen determinadas virtudes.
Muchas guerras se hubieran evitado a través de los siglos de haber tenido en cuenta ese importantísimo mandamiento de Dios.
Si nos acostumbramos a no estar pendientes de la "mota en el ojo ajeno", nos será más fácil no hablar mal de nadie.
La crítica del verdadero cristiano no debe herir al manifestarse, debe ser profundamente humana, llena de respeto y comprensión, por difícil que esta sea.
Muchas llamadas telefónicas y reuniones en las mesas de café son para criticar alguna actitud de nuestro prójimo que en esos momentos no se encuentra presente.
Nos gozamos dando a conocer lo que nos enteramos en forma privada de determinada persona el día anterior. Amparo Portillo Crespo, una santa mujer que nació en Valencia, España, en 1925, es un claro ejemplo de caridad cristiana.
Vivió a fondo el espíritu de servicio, fue ejemplo de vida cristiana desde pequeña, en los apuros siempre echaba una mano, sabía lo que había que hacer, nunca dudaba, jamás habló mal de nadie y siempre que alguien se excedía en su comportamiento, encontraba motivos para disculparle.
Nuestro Señor Jesucristo nos manda bendecir a quienes nos maldigan, orar a quienes nos injurian, realizar el bien sin esperar nada a cambio, ser compasivos, perdonar lo mucho y lo poco, y ser generosos.
Recordemos que el primer mártir, San Esteban, murió pidiendo perdón para quienes le matan. ¿No vamos a saber nosotros perdonar las pequeñeces de cada día?
Y si alguna vez nos hacen un daño mayor, es la ocasión de ofrecerle a Dios algo de mayor importancia que Él sabrá recompensar.
Perdonemos de corazón a nuestros hermanos hoy mismo, no dejemos pasar un día más, no sabemos si el día de mañana los encontraremos aún con vida.
Para alejar definitivamente el odio de nuestra mente, existe una hermosa oración que nos dejó San Francisco de Asís.
Oh Señor, haz de mí un instrumento de tu paz.
Donde hay odio, que yo lleve el Amor.
Donde hay ofensa, que yo lleve el Perdón.
Donde hay discordia, que yo lleve la Unión.
Donde hay duda, que yo lleve la Fe.
Donde hay error, que yo lleve la Verdad.
Donde hay desesperación, que yo lleve la Esperanza.
Donde hay tristeza, que yo lleve la Alegría.
Donde están las tinieblas, que yo lleve la Luz.
Oh Maestro, haced que yo no busque tanto
Ser consolado, sino
Consolar.
Ser comprendido, sino
Comprender.
Ser amado, sino amar.
Porque: Es dando, que se
Recibe;
Perdonando, que se es
Perdonado,
Y muriendo, que se resucita a la Vida Eterna.
Jacobozarzar@yahoo.com