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¿Y ahora?

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

Si un grano de arena faltaba para complicar aún más la situación, los magistrados electorales pusieron el suyo. Queriendo facilitarle las cosas a Enrique Peña Nieto, terminaron por dificultárselas más. La pobreza de su argumentación para declarar infundado el juicio "madre" de inconformidad con la elección presidencial y validar ésta superó la que seis años atrás legalizó la de Felipe Calderón. Realizaron una hazaña, pero al revés.

Nada de lo ocurrido y de lo visto durante la campaña suscitó en los magistrados una reflexión crítica, un comentario inteligente -uno no es mucho pedir-, todas las pruebas les resultaron insuficientes, generales, vagas o anecdóticas... y ellos no vieron ni registraron un solo hecho irregular o anómalo. A su parecer, la elección se caracterizó por su equidad, imparcialidad, libertad y legalidad. A los magistrados Salvador Nava y Flavio Galván nomás les faltó echar una porra o hacer la ola en honor del hoy presidente electo. Quizá les ilusiona ser ministros.

El sentido de las resoluciones del Tribunal no causa sorpresa, asombra su argumentación en las sesiones plenarias: poco más de siete horas no bastaron antier ni ayer para que uno de los magistrados -uno no es mucho pedir- mostrara honestidad o independencia de pensamiento y señalara el peligro de hacer de las elecciones una subasta. La unanimidad de los magistrados no los enaltece, los rebaja.

Si algo terminó infundado es la democracia y el Estado de derecho, que en vez de consolidarse se tambalean. Sin actores ni autoridades políticas, judiciales, electorales, legislativas confiables es difícil hablar de la renovación de los Poderes de la Unión, son los de antes, los de siempre.

Menudo problema afrontan el presidente electo, Enrique Peña, y el líder opositor Andrés Manuel López Obrador, un error en su actuación podría desatar un desorden mayor al prevaleciente.

Ambos pueden, desde luego, refugiarse en su respectiva clientela, llamarla a manifestarse en sus términos, intentar conseguir refuerzos y emprender un torneo para determinar quién tiene más fuerza y obstaculiza o elimina al otro. Pueden, pues, actuar conforme a los usos y costumbres establecidos o, bien, romper el esquema político tradicional de proponer y oponer, de ordenar y desobedecer, de intentar y resistir, que termina por neutralizar y mediatizar la acción de gobierno y extiende la condena del país a la mediocridad en su desarrollo político, económico y social.

Pueden conducirse como siempre y seguir en lo mismo, la pregunta es si el país soporta eso a sabiendas de que esa inercia ya es inaceptable para todos.

Actuar del mismo modo frente a un problema repetido, insta a poner en juego otros recursos, ensayar otras fórmulas de solución y explorar otros senderos.

Ése es el desafío del presidente electo y del dirigente opositor. Intentar otro derrotero no para dar plena satisfacción a uno o a otro, sino para reponer confianza y credibilidad de la ciudadanía en las instituciones y autoridades, requisitos fundamentales para reivindicar la política, recuperar la esperanza en la democracia y el Estado de derecho y animar la expectativa de realizar en vez de anhelar un país mejor y distinto.

Da rabia imaginar de nuevo a un presidente de la República cautivo en Los Pinos o resignado a entrar o salir por la puerta de atrás de no importa qué circunstancia. Enfada imaginar de nuevo a un líder opositor necio en marchar por las calles, sin atreverse a subir a la banqueta o a la montaña. Da grima ver cómo, en su respectivo ámbito, les fascina el ejercicio del no poder.

Enoja oírlos definirse como profesionales de la política, sin practicarla.

La incapacidad y la mezquindad de los consejeros y los magistrados electorales de concebirse y asumirse como autoridades; de los partidos, como instrumento ciudadano; de los legisladores, como representantes populares; de los mandarines, como mandatarios; de los dirigentes, como dirigidos... dejan por saldo una democracia y un Estado al borde del colapso. Un país donde su clase dirigente, en el poder o fuera de él, es presa de caza de los grandes intereses, criminales o no, nacionales o foráneos porque esa clase ve a la ciudadanía como un problema y no como una solución.

Romper el esquema tradicional de hacer política supone para ambos dirigentes un esfuerzo enorme: exige reconocer en su justa dimensión la circunstancia nacional y no sólo la personal, salir del dogma de la razón del derecho y del derecho de la razón, amarrar a sus mastines y halcones que de un lado y del otro los hay... y actuar con humildad, con ánimo de darle una oportunidad al país.

La circunstancia nacional es delicada por donde se le vea.

El entorno económico internacional es amenazante y obliga a fortalecer la economía interna, pero no es sencillo impulsarla sin acuerdos para atraer y garantizar la inversión. La inseguridad pública y la doble tributación oficial y criminal no invitan a generar empleos y, mientras, la pobreza crece. La falta de trabajo ofrece mano de obra barata al crimen.

A los movimientos sociales en curso los anima la impunidad política y la impunidad criminal, es decir, la rabia y el dolor que sin atención cabal es un himno la barbarie. La espiral de la violencia desatada por el gobierno en su guerra contra el crimen demanda no el ajuste, sino el cambio de estrategia que reclama acuerdos. El rol de las fuerzas armadas, oficiales y criminales, lleva al país a una lógica de guerra y abre la puerta de par en par a las agencias estadounidenses que ven en las drogas y las armas una industria.

El saqueo, el robo y el despilfarro de recursos públicos no se cura contratando deuda. La debilidad de las instituciones fortalece el chantaje y la extorsión de los poderes fácticos.

Ésa es la circunstancia que Enrique Peña y Andrés Manuel López Obrador no pueden ignorar, creyendo que la política corre por una vereda alejada del abismo por donde el país resbala.

Si ambos políticos insisten en aplicar la vieja fórmula al mismo problema, en vez de romper los esquemas tradicionales de hacer política y sacudirse el miedo a explorar otro derrotero, no pueden venir con el cuento de estar decididos a salvar al país cada uno por su lado. Tirar de los extremos de una cuerda une a los adversarios en un juego de eliminación. Y esos juegos no acercan la democracia, la alejan; no fortalecen al Estado de derecho, lo vulneran; no conjuran la violencia, la exacerban. ¿Qué juego quieren jugar?

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Escrito en: país, magistrados, política, presidente

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