La opinión pública se empeña en cultivar expectativas absurdas. Con frecuencia deseamos lo que sabemos imposible. Trabajamos tercamente para la frustración. Imaginamos, por ejemplo, a la clase gobernante dando lecciones de autocrítica. El discurso oficial convertido en acto de contrición. Una fantasía colectiva se deleita en la escena: regido por su consciencia, el príncipe se asoma a la plaza para pedir perdón. Detallando meticulosamente sus equivocaciones y sus torpezas, anuncia el viraje de su política e implora comprensión a quienes contemplan el espectáculo del desahogo. A partir del instante en que se reconocen las fallas propias, el señor de la autocrítica anunciará el nuevo comienzo. El teatro sería sospechoso: en la improbable exhibición de la autocrítica podría esconderse tanta demagogia como en el triunfalismo.
El mensaje presidencial, escuchamos mil veces esta semana, fue poco autocrítico. El presidente no reconoció sus errores, no admitió sus faltas, sigue sin pedirnos perdón. La exigencia de autocrítica es, a mi juicio, una petición desubicada. Pide al político lo que muy pocos estarían dispuestos a hacer: que este periódico publicara en primera plana la lista de sus errores recientes; que el pintor hiciera una exposición con sus peores cuadros, que el médico se presentara ante el paciente con el catálogo de sus distracciones. El problema que encuentro en el mensaje presidencial no es la falta de sentido autocrítico sino la incongruencia y, sobre todo, la renuencia a la polémica, la incapacidad de defender su administración con argumentos. Más que un gobierno autocrítico, nos urge la crítica. Crítica severa, puntual y exigente de la oposición. Réplica de un gobierno capaz de ofrecer razones.
El discurso de Peña Nieto tuvo cuatro tiempos: un brevísima señal de apertura, una larga lista de datos, un (nuevo) decálogo de promesas y una denuncia del monstruo que nos acecha. El resumen del mensaje podría ser éste: me percato de su molestia pero, en realidad, su pesimismo se explica por esa telaraña que se apoderado de su razón. La retórica de la sensibilidad con la que empieza su discurso termina en un regaño a los ignorantes que se dejan llevar por los demagogos.
Peña Nieto ofreció una clave para comprender su noción de política reformista. Los cambios duraderos nacen de la responsabilidad, de la institucionalidad y de la estabilidad económica. Empeñado en separarse de los aventureros, defendió su idea política: "avanzar sin dividir, reformar sin excluir, transformar sin destruir." No es claro que el consensualismo que identifica con responsabilidad sea en todos los casos la mejor ruta para México. ¿No hay necesidad de canalizar con sensatez pero también con audacia el conflicto? ¿Puede avanzar realmente el país sin asumir la intensidad de los intereses en pugna? La obsesión por el consenso es, muchas veces, resignación ante las desigualdades. Pero, más allá de los costos de esa política tan adversa al conflicto, valdría aplicar al gobierno de Peña Nieto su propio código. Hablemos de sus dos puntos centrales: la responsabilidad y la institucionalidad. Los mensajes del gobierno federal ante su crisis son precisamente los contrarios. Ni señales responsabilidad política ni respeto a las instituciones. Los favoritos del presidente, irresponsables a pesar de haber traicionado la confianza pública. Las instituciones democráticas, pervertidas para beneficio del poder. Peña Nieto, el antipopulista, se ha convertido en el mejor promotor del populismo. Lo digo porque la retórica populista deja de ser un discurso demencial y paranoico cuando el régimen democrático pierde contrastes y equilibrios. Cuando el pluralismo se borra en coincidencias que terminan siendo complicidades la lógica populista tiene un poder explicativo innegable. Ellos contra el resto. Cuando instituciones como la Suprema Corte de Justicia son colonizadas por el compadrazgo dejan de ser plataformas de neutralidad para ser baluartes del privilegio. Cuando se manipula de manera grotesca la administración pública para encubrir al presidente y a sus colaboradores principales, las instituciones no pueden ser ya nuestras; son, como dice el populista: sus instituciones.
No deja de ser llamativo que, a tres años del relevo presidencial, Enrique Peña Nieto se lance tan enfáticamente contra el coco del populismo. Se trata quizá de una confesión involuntaria, una autocrítica inconsciente: el camino al populismo se pavimenta en Los Pinos.
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