Hace unos años, el gran polemista Christopher Hitchens escribió una diatriba contra la Navidad. El quejumbroso no gruñía, como tantos otros Scrooges, contra la carga de felicidad obligatoria ni el impuesto de los regalos familiares. Sufría el mes de diciembre como la súbita invasión de un Estado unipartidista. A principios del mes ya todos los espacios eran invadidos por la misma propaganda, las mismas tonaditas se escuchaban por todas partes y un único mensaje se oía en la radio y la televisión. Hitchens denunciaba la epidemia de los villancicos y el uniforme de los ubicuos santacloses. Se trataba de "la colectivización de la alegría, la imposición obligatoria del júbilo." Todo mundo celebraba el milagroso nacimiento del amado fundador y usaba su imaginación con el único propósito de interpretar la actualidad de su mensaje. ¡Ay de quien osara discrepar de la felicidad imperativa! La Navidad, sugería el provocador, convierte a Occidente en Corea del Norte. Nuestra dosis anual de totalitarismo.
Algo así puede decirse de la visita del papa Francisco. No digo, por supuesto, que el visitante llegue para imponerse como un Kim Jong-Un vestido de blanco. Apunto que su llegada se vive como una ocupación que no deja resquicio a la distinto. Todo gira alrededor del invitado. El mundo se ha evaporado de los medios. No hay más asunto que los gestos y las palabras de un hombre. Todo es el papa y su entorno. Se escuchan desde la mañana hasta la noche leyendas del personaje. Cada episodio de su vida es relatado como una maravillosa parábola de la virtud. Sus juegos de niño eran ya anuncio, sus cartas juveniles contenían un ambicioso programa espiritual, sus zapatos encierran toda una filosofía. Anecdotario y trivialidad transformado en teología. Lo que desayuna por la mañana es comentado como si se tratara de una sabia alegoría: pan tostado con mantequilla y mermelada, yogur, granola y jugo de naranja. Ooooh.
Es importante analizar lo que ha dicho el papa Francisco. Lo que he escuchado hasta el momento me parece pertinente para el México de hoy y creo que puede traducirse con facilidad al lenguaje secular. No es necesario compartir su fe para reconocer el valor de muchas de sus denuncias y algunas de sus convocatorias. Ahora no me detengo en su mensaje sino en las reacciones de los medios y de la clase política. Espero poder examinar en otro momento y con más calma su mensaje.
Valdría empezar situando esa sintonía unánime en la frecuencia del líder religioso como una suspensión del pluralismo. Los medios actúan como si, en efecto, no hubiera acontecimiento en planeta que merecería registro. No hay tiempo para los muertos en Topo Chico, las campañas en Estados Unidos, la votación en Gran Bretaña. Lo importante hoy es hablar de los benditos calcetines de Su Santidad. Desaparecen también las voces críticas, las perspectivas escépticas. De pronto, sólo la devoción encuentra público. El precario hábito del debate en México se interrumpe para dar paso a una competencia de fervor.
La clase política se entrega también al pontífice. Hemos sido testigos del penoso espectáculo de sometimiento del poder civil al religioso. Las líneas que en algún momento separaban a los devotos de los jacobinos han desaparecido. Todos arrodillados, izquierda, centro y derecha. El presidente habla del Estado laico pero confunde el principio de laicidad con la tolerancia religiosa. Laicidad no es simple garantía a la libertad de creer, es compromiso activo del poder público con la neutralidad espiritual del Estado. Todo favor público a una religión o una iglesia es violación a ese principio. Que Michoacán cancele las clases de los niños en Morelia por la visita de un líder religioso es una grotesca violación del principio de laicidad. ¿Se haría lo mismo si llegara el Dalai Lama? El carácter mayoritario del catolicismo no excusa la transgresión: el poder público no puede ponerse al servicio de una fe. El propio presidente Peña Nieto niega el principio de laicidad que invoca en su discurso cuando declara que las causas del Papa son las causas de México. Lo hace también cuando habla de la fe (en singular) del pueblo mexicano. Eso dice el presidente de México y se equivoca seriamente. La pluralidad de su democracia, la compleja estructura de sus normas no puede identificarse a plenitud con la voz de un jerarca religioso.
El jefe de un Estado laico no puede expresar acatamiento de un programa religioso que, en muchos elementos, habría que reconocer como contrario a su orden constitucional.
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