Esta columna no abordará la visita del Papa a México. Y la verdad no por falta de ganas, sino porque la escribo cuando el Pontífice lleva apenas unas pocas horas en el país. Demasiado pronto para saber el saldo de la visita de Francisco: ¿ganarán el alto clero, el gobierno mexicano y las televisoras y como fue el caso en las otras seis ocasiones en que nos visitó un Papa,? ¿Convertirán a las masas convocadas en símbolo de unidad y expresión de la humilde nobleza del pueblo mexicano? O por el contrario, ¿la visita de este pontífice será diferente? ¿Denunciará los vicios y excesos de los fariseos del templo? ¿Mencionará los muchos casos de pederastia de sacerdotes mexicanos? ¿Cuestionará la corrupción y la violencia en México y la complicidad e ineptitud de las autoridades?. Lo sabremos la próxima semana.
En todo caso, las noticias referentes a la visita papal ya ofrecieron un breve distractor a dos tragedias. El ascenso imparable en la cotización del dólar y la matanza en el penal de Topo Chico, Nuevo León, a mediados de semana. Y ni siquiera estaba seguro de citar esta segunda, el motín sangriento en el reclusorio. En cualquier otro país el asesinato de medio centenar de presidiarios habría sido un tsunami mediático con profundos efectos en las instituciones y en la opinión pública; en México duró poco más de 24 horas entre los titulares de diarios y noticieros.
En estos meses he estado escribiendo mi tercera novela, un thriller político, para lo cual tuve que imaginar una tragedia enorme y brutal, capaz de sacudir las entrañas mismas de la sociedad mexicana. No saben el trabajo que costó pensar algo que resultara verosímil (inténtelo, si no les importa arruinarse el domingo). Después de la desaparición de 43 estudiantes de manera absurda, doce o quince mil muertos al año o el hallazgo de fosas clandestinas cada tres días, no resulta fácil imaginarse una tragedia capaz de conmocionar a la anestesiada opinión pública del país (espero sorprenderlos, pero eso será en la novela).
Lo cierto es que la matanza del penal de Nuevo León, llegó y se fue rápido y expedito, como si fuese un incidente más y no una de las peores carnicerías carcelarias en la historia mundial reciente. Este fin de semana las notas sobre el Papa terminaron por enviarla a la hemeroteca.
La debacle del peso, en cambio, llegó para quedarse, aunque pontífice mediante, olvidaremos el tema por unos días. No muchos, porque aun cuando Andrea Legarreta de Televisa lo minimice, un dólar caro nos pega en más formas de las que desearíamos. Basta asomarse a un supermercado y observar los anaqueles repletos de mercancías que no se fabrican en México o que son producidos por empresas cuyos estados contables y créditos se establecen en dólares. ¿Cuánto tiempo tomarán antes de que hagan los inevitables ajustes?¿Ya intentó comprar una computadora o un celular recientemente? Y si usted reside en la frontera o el algún sitio turístico, no hace falta explicar las infinitas y cotidianas modalidades que asume el sometimiento al imperio del omnipresente dólar.
La devaluación del peso, por desgracia, es un mal que llegó para quedarse. Por más que la secretaría de Hacienda señale que se trata sólo de un fenómeno especulativo y que nuestra moneda podría regresar a una cotización de 16 por dólar, nadie se lo cree. Ya hemos estado aquí antes. Peor aún, seguiremos estándolo. Incluso luego de la partida del Papa. Por lo pronto, los incidentes de la visita del Pontífice dominarán la conversación pública y privada los próximos días. Esperemos que Jorge Mario Bergoglio provoque más que la acostumbrada narrativa cursi y embelesada de los conductores de televisión, la sonrisa de satisfacción de los políticos o el momentáneo respiro de las malas noticias en nuestras cotidianas tragedias. Veremos.
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