Antes de México: auge y caída de la Administración Pública en la Nueva España
Segunda Parte
Como antecedente inmediato a esta figura de autoridad encontramos a Don Hernán Cortés como pauta, una vez que como Capitán General y Justicia Mayor llegó a fundar lo que a la postre conoceremos como el Primer Ayuntamiento, concretamente bajo el nombre de Cabildo Primero a partir de la segunda mitad del mes de Mayo de 1519 en la antigua sede de los tenochcas, integrada ahora por diversas tribus triunfantes de indígenas y peninsulares, que fueron germen de lo que a la postre sería el Virreinato, estableciéndose poblaciones como la Villa Rica de la Verdadera Cruz, Tepeaca, Medellín (en honor a la tierra materna del conquistador extremeño), Coyoacán y la misma capital mexicana, dotándolas de una serie de obrajes y ayuntamientos que consolidaban la Administración y la Gestión Pública a partir de las necesidades primigenias de todo fundo o población como lo es el contar con autoridades políticas-esto es, con administradores directos-lo mismo para dirimir controversias que para hacerse de recursos públicos para sostener la salvaguarda de sus habitantes ante cualquier connato del barbarie exterior tanto como para asegurar la preservación del orden. Esta necesidad de contar con una figura máxima como autoridad así como delegados de dicha figura en lo inmediato va ligado con la constante expansión hacia nuevos territorios en donde el establecimiento de nuevas comunidades bajo el pabellón de una Casa Reinante exigía inmediata representación.
No obstante haber sentado los antecedentes de un orden administrativo al igual que una incipiente Gestión Pública, atendiendo a la serie de Ordenanzas, Cabildos y hasta las primeras Leyes de Indias, antes que la Corona Española o la misma Iglesia sancionaran las propias, Cortés no pudo fungir como representante directo o Virrey, a nombre de su Soberano, por una serie de circunstancias varias que lo mismo tenían que ver con la constante rivalidad por los descubrimientos de este conquistador infatigable que por no oportuno conocimiento de dichos esfuerzos en la Madre Patria. Así pues, hubo un periodo que incluyó a la Primera Audiencia en los que se padecieron cinco años de incipiente mal gobierno, seguidos por un cuatrienio de buena administración, por parte de la Segunda Audiencia. Y es para ese entonces cuando Fray Juan de Zumárraga, como primer obispo, arzobispo y hombre de oportunas gestiones, emite una serie de peticiones así como recomendaciones dirigidas al propio Carlos V en lo tocante a la necesidad de contar con un representante directo e investido con toda su autoridad para administrar los asuntos de gobierno en este territorio, un "visorrey" según las propias palabras de, de lo mejor de Castilla: "Debe ser un hombre que por la nobleza de su alcurnia, natural prudencia y experiencia, mejor semejase a la del monarca que representaba, y pudiese poner orden, concierto y buen gobierno".2
Y así fue como para el mes de abril del año de 1535 el Rey Carlos I nombró a Don Antonio de Mendoza, hombre proveniente de una de las familias más aristocráticas del Reino para desempeñarse como el primer Virrey de Nueva España, ese decir, como ese "otro Yo del Rey" en estas tierras, parafraseando a Zumárraga y a Mariano Cuevas, en vez de designar a un pariente de la misma Casa Real como se había aconsejado anteriormente, siendo este el sistema de mando jerárquico adoptado como definitivo y funcional por casi trescientos años.
De este modo, tras la llegada del primer representante de la máxima autoridad fue que se afianzaron todos los grandes logros que se habían acometido desde antes, conservándose los esfuerzos íntegros y permitiéndose que el cauce de la vida cotidiana para el común de los habitantes, al igual que la distribución de bienes y la más absoluta administración pública de la Justicia hallaran pronto ecos en todos los estratos y clases. Más aún, atendiendo la importancia de las gestiones públicas hechas por los indígenas, estos también fueron facultados por Ley y conforme a Derecho para conformar sus propios cabildos y ejercer su propia Administración, no obstante toda autoridad permaneció concentrada en torno a la figura del Rey, sin importar la enorme distancia que separara físicamente al Soberano de sus súbditos allende el mar.
En virtud de tal investidura, al igual que de la enorme figura que le daba soporte y de quien su propia autoridad emanaba, la persona del Virrey terminó fungiendo como el sol o el astro mayor de la Gestión Pública y la Alta Dirección en todo el reino-subrayando el hecho de que la Nueva España fue en efecto un Virreinato o reino integral, y nunca una colonia como sucediera en las naciones sajonas, o como por error suele repetirse erradamente en torno a México-puesto que su jurisdicción y los alcances de la misma llegaron a trascender aún más allá de los propios límites tanto en lo territorial como en lo socio-político, e incluso lo espiritual: era Capitán General, gobernador, presidente de la Real Audiencia, presidente de otras corporaciones, protector de los indios, superintendente de la Real Hacienda y vicepatrono de la Iglesia a la hora de sugerir nombramientos para obispos.3 No obstante alcanzar tantas responsabilidades, el Virrey como Supremo Director de la Administración Pública y Gestor del Bien Común también se hallaba limitado por una serie de estamentos, leyes y contrapesos de autoridad, de tal modo que ni su mando era absoluto ni tampoco le garantizaba ningún tipo de impunidad, como veremos más adelante.
2 Mariano Cuevas. Historia de la Iglesia en México. Editorial Porrúa, Tomo I, México. 2011, página 126.
3 Joseph L. Schlarmman. México, tierra de volcanes. Editorial Porrúa, 1998, página 113.
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