Estampas navideñas
Corrían en la ciudad de Durango los primeros días de enero de 1955. Las dos hermanitas “¡con gran dolor!” enterraron a sus muñecas en el patio trasero de la casa. Era la novedad, ya que recién habían asistido a la inhumación del cuerpo de un vecino. Lloraron dulcemente en el sepelio de sus muñecas. Adornaron la tumba con muchas flores. Al día siguiente, apresuradamente, las levantaron de sus camas. En un “dos por tres” ya eran transportadas al estado de Jalisco (una emergencia, les dijeron).
A los quince días ya estaban de regreso. Lo primero que hicieron las dos niñas fue ir por sus muñecas (bello regalo de la pasada Navidad). En el lugar encontraron un nuevo piso de cemento. Nada dijeron… ¿Quién hubiera entendido? ¡Además, el castigo sería muy severo! No supieron dar razón de las muñecas a su madre y, ésta, despidió airadamente a la sirvienta.
Pero las dos sabían… Tal vez por eso, sólo ellas, con pena y remordimiento escuchaban el llanto de las muñecas. En noches tormentosas, ¡las desgarradas voces de “sus niñas” se mezclaban con el triste ulular del viento!
Desde el día de Navidad, el mundo de las niñas se transformó en cantos de dulce arrullo –el niñito Jesús había premiado su buen comportamiento (durante el año) con lindas muñecas–. ¿Qué nombre le pondrás a tu chiquita? Elizabeth, se llamará Elizabeth. La mía, Lola. Una era rubia y la otra morena. La rubia Elizabeth era de Blanca, la más pequeña. Sus ojos azules y su claro y arrebolado rostro eran una delicia. Portaba ¡muy elegante! un vestidito rosa con sombrerito –a tono– sobre su rizada cabellera rubia; adornaban sus pies calcetas y zapatitos. La muñeca de la niña más grande era una linda morena. Sus grandes ojos castaños daban vida a su sonriente carita hermosa. El vestido de Lola era estampado a cuadros en matices a tonos verdes; su oscura cabellera estaba peinada con trenzas en las cuales lucía moños de un verde mayate. Calzaba huaraches de piel color café.
¡Un sol, monedas de oro, sonrisas plenas: enorme tesoro, las dos muñecas!
Sin embargo, en el día las cortinas se movían de manera sospechosa. Vagas sombras, con voces de risa o llanto, atravesaban corriendo los mil espacios. Damiana y la pequeña Blanca nada decían: ¡su trastocado mundo era de espanto! El gato, con los ojos muy abiertos y los pelos parados, se atrincheraba miedoso o, de plano, huía a las azoteas. ¡De pronto, las niñas sin un motivo –aparente– se abrazaban soltando el llanto! Sólo la vetusta casa y ellas sabían el motivo de sus penas. Las selladas bocas de las infantes nunca soltaron una palabra de comentario –nadie, se explicaba su comportamiento–. La enérgica madre las llevó a que las barriera con agua bendita, flores y huevo, la curandera – ¡ni un resultado!
Al oscurecer –todos los días–, ¡de pronto se oían murmullos raros!
Antes de dormir, la almohada de cada infante era recorrida por temblorosas manitas y sus acobardados oídos –cubiertos por sábanas y edredones– registraban suspiros y apagadas o fuertes voces: ¡Mamita, tengo miedo!, ¡está muy frío y húmedo este lugar!, ¡sácame de aquí!, ¿ya no me quieres? ¡Mamitaaa…!
Sólo el tiempo fue mitigando –no la pena, de las niñas, que aún se aviva– los sobresaltos.
Damiana corre llevando de una mano a su hermanita, ellas –las dos nenas–, están vestidas como unas muñecas que un aciago día de enero quedaron sepultadas en un patio trasero. En sus caras manchadas de tierra, la humedad ya hizo estragos. Desordenados cabellos caen sobre sus maltratados rostros; sus vestidos y calzado están hechos una ruina. ¡Su hermanita ya no puede continuar!, ¡perros de grandes fauces las persiguen con gran furia! La tierra se abre a sus pies, los canes se detienen observándolas en su caída. Una tierra pródiga y amable las recibe suavemente: todo es oscuridad. Un mocoso payaso ríe, llorando.
Han pasado sesenta navidades –y a pesar de ello–, las desgarradas voces “de aquellas niñas” se mezclan, en noches tristes o tormentosas, con el sempiterno ulular del viento: ¡eco lejano, de angustia inmensa, estruja el alma de soledad!
Damiana llega a la antigua casona donde vivió su primera infancia. Su mirada señala un lugar –medita– “Sí… ¡Ahí están!”. La invade… una dulce nostalgia.
II
Se celebra la Noche Buena. Es diciembre de 1952. Muchas personas han concurrido a admirar el Nacimiento que año con año es instalado de manera artística y especial –consta de bellas artesanías mexicanas y de todos los cuadros bíblicos, sugeridos por la iglesia católica– en una casa ubicada en la calle Zaragoza –actualmente ahí funcionan dos escuelas, una es comercial y la otra preparatoria–. El jardín de enfrente –ahora, parte de la plaza IV Centenario– está muy concurrido. Por una ventana –abierta de par en par– de la casa habitación se observa el cálido ambiente. Todos los visitantes, de manera ordenada, hacen fila para penetrar a su interior y observar de más cerca el hermoso Nacimiento que abarca todo un lado de la amplia sala.
En la habitación hay varias plantas de noche-buenas, sus verdes y amarillos intensos hacen contraste con el rojo oscuro de los pétalos de sus flores tan finas –a la vista y al tacto– como el terciopelo. Multicolores esferas de cristal titilan por doquier. Mil flamulillas de oropel que bailan y crujen colgadas del techo, hacen esgrima –como si fueran espadas de trémulo fuego– con coloreadas luces eléctricas, con multitud de estrellitas y con una gran estrella prendida en lo alto. Un hombre, sentado al órgano, toca y canta.
¡Un canto de luz, esperanza y amor, estremeciendo el mágico ambiente se esparce hasta muy lejos!:
“Noche de paz, noche de amor, / todo duerme en derredor;/ entre los astros que esparcen su luz, / viene anunciando al Niñito Jesús, / brilla la estrella de paz, / brilla la estrella de amor… ”
Damiana, pequeña de casi cinco años de edad, en filita acordonada –tomada de ambas manos, para no perderse– en compañía de sus hermanos; con todos sus sentidos extasiados se sumerge en el imborrable momento:
El río corre, los animales caminan despacio acompañando a los pastores. La hermosa y brillantísima estrella que los guía con especial luz alumbra el establo donde ha nacido el Salvador. Todo es alegría. En las canastas que llevan las pastoras se distingue el verde centellante de las olorosas limas, las naranjas son soles diminutos, la sabrosa y dorada miel se derrama de los cántaros. Un pastorcito corretea a un borrego cimarrón. El sendero, que serpentea cuesta arriba, se llena con el balido de las ovejas, el mugido de becerros y vacas, y el arrullo de las palomas. Una mujer mexicana –echando sus tortillas e hincada ante su metate, ya va llenando su canasto–, a la orilla del camino, saluda sonriendo campechanamente a los viajeros. Damiana, entre sus manitas lleva un puño de paletas de dulce; las cuales son de fresa, limón y olorosa y picante menta. Al llegar, a su destino, las depositará a los pies del Niño Dios. –“¡Él, se fijará en mí, estoy segura!”
Los Reyes Magos descienden de sus monturas. El caballo, el camello y el elefante hacen elegantes reverencias –flexionan sus cabezas y rodillas delanteras–. El Niño sonríe en los brazos de María, su madre. El buen José, hace a un lado del pesebre a los animales –con su vaho han dado calor al recién nacido. Los ilustres visitantes, hincándose en el suelo cubierto de paja, ofrecen sus regalos:
¡Incienso para un Dios, mirra para un Hombre y oro para un Rey!
Una piñata que tiene forma de estrella de siete picos es apaleada por un diablillo chapucero que se levanta la venda de los ojos para ver. El Niño Dios, los pastorcitos y Damiana, ayudados por conejos que tienen caras de gatos, recogen los esparcidos dulces. Volcanes en erupción, que flotan en el espacio vierten grandes cantidades de lava. La niña grita: ¡a correr! Muy apenas, todos se ponen a salvo. Los dulces son manchas de colores en el suelo. La selva se estremece con el rugido de una leona que busca refugio en la espesura. Más allá:
¡Radiante luz de magnífica gran estrella, rompe la cerrada oscuridad!