Cementerios
Cuando era niña, mi tía abuela me enseñó a hacer flores de papel para llevarlas como ofrenda el Día de Muertos. Eran rosas rojas, y nunca pude poner el primer pétalo ni envolver el alambre en papel verde para que simulara el tallo. Cuando yo lo hacía, el pegamento y el papel se convertían en una masa deforme que al final nos obligaba a deshacernos de él y empezar de nuevo. Se requería de una habilidad especial para darle forma a lo más básico de una flor.
Durante un mes, nos sentábamos en la mesa de la cocina, calentón encendido, y convertíamos fragmentos de papel cuidadosamente recortados y enchinados en rosas que dejaríamos sobre la tumba de los bisabuelos y encontraríamos un año después, con el color apenas desvanecido. La palabra muerte era entonces nada más que esas flores para alguien que nunca conocí.
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Pasé el 1 de noviembre de 2014 en el cementerio de la Almudena, el más grande de Madrid. Recuerdo recorrer casi toda la línea 2 del metro y toparme con un paisaje desolado, con una larga caminata que me hizo creer que estaba perdida.
Había tumbas abiertas, quebradas, nombres ya borrados. Había pequeñas carreteras de cemento que se convertían en tierra conforme el camino avanzaba. Había límites que no lo eran, muros que parecían marcar la frontera entre el cementerio y Madrid, aunque en realidad sólo eran una pequeña forma de contención. Había mausoleos que a medida que el visitante se adentraba en la parte más antigua del cementerio se volvían angelitos sin cabeza, azulejos quebrados, musgo sobre la tumba, señales que ya no llevaban a ninguna parte.
Afuera, vendían ramos de flores a 6 euros; adentro, en casi todas las tumbas había al menos una flor. Todo estaba perfectamente acomodado, distinto al desorden fiestero de México. No había música ni grandes arreglos ni familias. Aún no sé si fue una mala elección en mi horario de visita, pero recuerdo lo mucho que me impresionó el silencio.
¿Qué dice de un pueblo la manera en que trata a sus muertos? ¿La manera en que se enfrenta a la muerte?
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En una parte de 'Las intermitencias de la muerte', José Saramago escribe que 'son nuestros ojos, de acuerdo con nuestros miedos, los que hacen de la muerte una gigante'. Supongo, entonces, que solía pasearme por cementerios cuando aún no comprendía lo que eran el luto y la muerte. Cuando murió mi tía abuela fui al cementerio sólo porque mi ex novio me convenció. Me quebré días después, a la hora del desayuno, en un restaurante. Supongo, entonces, que la edad me ha traído los miedos. Porque él murió hace tres años, y yo, la niña de las flores de papel, no he visitado aún su tumba. Pienso en Esperanza López Parada: 'quisiera entonces que volvieras a hablar / aun si equivocaras mi nombre / y me llamaras de un modo antiguo / porque de pronto este lenguaje confuso saldaría la noche / restañaría la sombra y cerraría la mina. / Haría de lo oculto, haría del miedo, una especie flexible de acertijo'.
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Cuando era niña, solía visitar el panteón de El Salto con mi familia. Pasaba el tiempo acomodando flores sobre las tumbas de personas que conocía sólo por las fotografías que cobraban vida a la luz de las velas cuando la casa se quedaba sin luz. Me gustaba imaginar que me veían ahí y se preguntaban quién demonios era yo. Imaginaba que tal vez me parecía a uno de ellos y así adivinaban que era parte de su familia, o que tal vez sí lo sabían, y entonces disfrutaban ver cómo cambiábamos todos en un año, o lo poco que lo hacíamos. Me gustaba imaginar que platicaba con ellos, me sentaba al borde de una tumba y les decía que tenía cinco años, que no me asustaría si era verdad que salían a pasear ese día, que me gustaba leer, que tenía dos perros. Me gustaba regresar a casa cansada y llena de tierra, con una bolsa de cañas o tarritos de cajeta, dormir pensando que me había llevado un poco de ellos conmigo, que no los olvidábamos. El cementerio era un laberinto que comenzaba en la carretera y se extendía hasta el cerro. A veces, cuando regresábamos de Durango por esa misma carretera, alcanzaba a verlo desde la camioneta de mis padres, y les sonreía a lo lejos.
Aún hablo con ellos.
Pero ya no tengo que explicar quién demonios soy yo, porque espero, como Sara Búho, que me estén viendo.
Aún hablo con ellos.
Con la fotografía de su mamá, la de mi abuela, la de mi tía abuela, la suya.
Aún trato de resolver el acertijo.
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