San Juan del Río, algunos recuerdos de su vida sencilla
No hace mucho volví a mi pueblo, una vez más, como tantas veces a lo largo de cincuenta años. Y como nos pasa a todos con esas visitas iguales: sus patios, sus viejas iglesias y sus calles antes empedradas, me parecieron encogidas por el tiempo, porque en la niñez -los ojos nuevos, los rápidos movimientos- los alrededores cobran una dimensión mayor: la plaza, los callejones, el puente que todavía oye sonar, de vez en vez, la creciente de sus aguas claras, doblando las jaras nacidas a las orillas de su cauce. Si la memoria embellece, San Juan del Río, Durango, aún conserva el color tradicional que yo conocí en mis ayeres. Su pasado ha quedado en los pedazos de cal de sus muros, en el trazo original de su primer cuadro, en no pocos árboles de verdes renovados. Yo lo recuerdo blanco, como sus añosas construcciones religiosas.
Aquellos personajes cotidianos ya no están, pero ahí siguen: dicharacheros, trabajadores, llenos de alegría. Ahora descansan en la suave colina de su cementerio. No se han ido, están cerca de lo suyo, a unos metros de la escuela a la que fueron, del sacro recinto donde se casaron, del antiguo caserío donde formaron una familia. Los cobija su cielo, los acompañan los mezquites de troncos rugosos.
Me acuerdo de escenas y detalles muy lejanos, casi podría describir cuadra a cuadra la altura de sus banquetas, las ramas de la mora de "Abajo" y el número de los naranjos perfumados de "Arriba"; podría, incluso, dibujar en un papel la curvatura irregular de sus moderadas avenidas. Los cercados de adobes deslavados de "La Cañada", las medidas de la fuente del parque y ese pequeño paraíso que se ve desde el llamado "Puerto del aire", vecino de su anacrónico molino. La nostalgia es buena fotógrafa.
Como si fuera una lotería con los retratos de su gente, la añoranza se detiene en la tienda de don Maturino, un hombre que guardaba fielmente la revista "Siempre!", la de formato grande y en la que escribieron las mejores plumas de México. Entre cliente y cliente, el dueño del negocio pelaba nueces con una pinza metálica, despacio, para después dejar caer en una bandeja redonda los pedacitos del fruto típico. En su vitrina lucían conos de dulce de leche. Y uno no podía dejar de observar los anuncios del periódico obsoleto pegados en el rincón de aquel cuarto de luz a medias, de donde salían los golpes de la uñas de dos o tres perritos avanzando por el suelo. ¿Quién era Maturino, un buen lector perdido en una tierra sin libros ni revistas visibles? Seguramente no estaba tan distante su ascendencia italiana. ¿Y quiénes eran las Noris, un par de señoritas ochentonas, de inmaculada piel europea, que asimismo tenían otra tiendita de jamoncillos en la misma acera? ¿Quién era, en fin, don Antonio, que preparaba la más refinada nieve del pueblo? Sin dejar de lado a Lencho (porque de los malagradecidos no será el reino de Dios, digo yo), el otro nevero, más popular, con su carrucha viajera, donde llevaba el limón y la vainilla, dos de sus sabores más solicitados.
Don Quico Góngora también es inolvidable. Serio, elegante y muy limpio, con su traje siempre de gala en un pueblo donde prevalecían las camionetas ganaderas, conviviendo en ese pequeño espacio en el que todavía se podían ver los burros cargados de leña o nixtamal. De zapatos negros, calvicie brillante, tocaba el órgano en las liturgias eclesiásticas. Decían con admiración -tal vez con razón, por sus oficios- que se sabía pasajes enteros de la Biblia.
Las canciones de Javier Solís hicieron época, como en todas partes, pero en ese entorno sobre todo por la interpretación de "En mi viejo San Juan"; a quién diablos le iba a importar que se tratara de San Juan de Puerto Rico, y que en la letra se mencionara al mar. Después de todo, los artistas inventan cada cosa. Y con esa y otras melodías se anunciaban las dos funciones dominicales del cine establecido, aunque no eran infrecuentes las proyecciones de películas a plena calle. Se trataba del cine ambulante, para repetir el término que se usaba. Alguna vez que pasaron una de "El Santo", en blanco y negro, sucedió algo extraño. En la cinta al luchador le volaba la capa plateada, y en la realidad, para los espectadores sentados en sus propias sillas, el viento también hacía lo suyo: ayudaba a levantar y bajar la capa del héroe del ring, moviendo con una rara sintonía la manta colgada de la pared, como para contribuir a los hechizos del séptimo arte.
No me faltarían personajes para reseñar más páginas sobre San Juan del Río. Don Rafaelito, el experto en máquinas de toda especie, don Nacho Mendoza, el servicial farmacéutico de hijas deslumbrantemente hermosas, Max, alias "El chanquilón" -dicho con todo respeto-, el abarrotero que desde el mostrador aventaba la pala de madera al bote de manteca de cerdo, con una precisión que daba gusto confirmar en cada compra, y que cortaba además con un machete la barra bicolor del alfajor de coco. Arturo Medrano, el Dr. Agustín Chavarría, don Ricardo Villegas, don Evaristo Meraz, don Manuel Manzanera, don Luis Jiménez...ya volveré a ellos en otra ocasión.
Hoy me quiero despedir con una imagen igualmente entrañable: las niñas y niños que venían de "Abajo", de las huertas plenas de frescas nogaleras, con sus baldecitos hasta el borde de tunas moradas y amarillas, higos, chabacanos y duraznos. Y no faltaba el que traía un peñasco dulce y transparente: parte de un panal lleno de miel de abeja. Así era mi pueblo, el que me tocó conocer, para mi fortuna. El que llevo siempre conmigo, en la memoria y en el corazón.