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LETRAS DURANGUEÑAS

Navidad en mi pueblo

Navidad en mi pueblo

Navidad en mi pueblo

Eduardo Díaz Fernández

Cuando niño, me parecía que el tiempo avanzaba lento, los días se hacían eternos y más aún cuando esperaba la Navidad. El trecho de camino que hay entre los pueblos aledaños al Partidor: Texcalillo, La Constancia, San Isidro… del municipio de Nombre de Dios, es entre uno y tres kilómetros, el cual se hace largo cuando hay algo importante que celebrar en uno de esos lugares. Desde el mes de noviembre platicábamos entre los primos y amigos de la proximidad de las posadas. Este tiempo por esperar me parecía una eternidad para disfrutarlas. Todos sabemos que empiezan el 16 y terminan el 24 de diciembre. Nueve días visitando la iglesia por las noches, para rezar, cantar, cargar la vela encendida y los peregrinos, y por último recibir el aguinaldo.

En la noche del 24 o Nochebuena, celebración más importante de esta temporada, llena de amor, convivencia y magia; salimos mis papas, hermanos y yo de la casa, cubiertos con lo mejor que teníamos para protegernos del frio, los huaraches con suela de hule y tejidos con correas que calzábamos, servían poco para resguardarnos del suave aire gélido. Lo mitigábamos un poco al correr y brincar alrededor del grupo, jugueteando con paso seguro por las veredas llenas de piedras de basalto negro, que sobresalían del suelo, levantando un menudo polvo en el camino, haciendo más llevadera la travesía. Finas gotas de sudor resbalaban por las sienes por el ejercicio que hacíamos. Cuando el sol se había ocultado en el horizonte y el manto celeste se encontraba con una enorme cantidad de estrellas brillantes. Reflejando en medio de la oscuridad la luz del sol. En esas noches serenas y sin nubes, la curiosidad nos hacía levantar la cabeza y ver una franja blanca de estrellas atravesando el cielo de lado a lado, la Vía Láctea.

A nuestros costados percibíamos las siluetas de árboles, nopales y magueyes atrás de los cercos de piedra que se levantaban para delimitar las propiedades de los lugareños, dando al lugar un aspecto lúgubre. Al frente veíamos un callejón oscuro como la boca de un lobo, iluminado por las menudas lucecitas que emitían las luciérnagas al realizar su vuelo silencioso. A lo lejos se escuchaba el graznido de las lechuzas, el chillido de los murciélagos y el maullido de los gatos.

Unos suspiros cortos y suaves, acompañados de pequeños gritos de alegría se escapaban de la garganta al saber que nuestro destino estaba próximo. Con los dedos de las manos tocábamos de vez en cuando la piel helada de la nariz y las orejas. Nos animaba saber que pronto llegaríamos al lugar donde pasaríamos una hermosa velada.

Nuestro destino, la casa de mi tía Elena, hermana mayor de mi papá, quien vivía en el poblado de Las Corrientes a la orilla de la acequia grande, donde nos reuniríamos con amigos y familiares. Ella acostumbraba cada año, instalar un nacimiento del Niño Dios. Colocaban en él los peregrinos, el burro, el toro, la vaca, los pastores con sus ovejas, el pesebre, cada una de las figuras eran apostadas amorosa y artísticamente sobre el heno que previamente se desprendía de los sabinos que crecen a la orilla del río, las luces de colores colocadas en todo el nacimiento daba una sensación de armonía, paz y convivencia. Afuera, las fogatas iluminaban y proporcionaban calor al lugar. Reunidos niños y adultos alrededor de ella, mientras nos movíamos girando sobre los pies como pollos a punto de ser rostizados, platicando de temas triviales; que si bañaron las vacas, que si empezaron a barbechar, que si sembraron habas, ajos o chicharos, etc. Adentro de la casa frente al nacimiento otros arrullaban al niño Dios. Cuando escuchamos los primeros cantos el resto nos íbamos integrando poco a poco al rosario de la última posada del año. Cantando alegres, a toda voz, canciones sencillas y conocidas. Aquella fe inocente, firme, brotaba desde lo más profundo de mí ser. Nos acercamos a él de rodillas y lo adoramos, ansiosos extendíamos la mano para recibir el aguinaldo que nos daban en bolsas de papel estraza, llenas de dulces, galletas, naranjas, cacahuates, tejocotes... y después, cenamos tamales, ponches y buñuelos.

Al terminar de todo esto regresábamos a sentarnos en las sillas que se encontraban alrededor de la fogata, en la penumbra de la luz se podía distinguir la impetuosa alegría que repentinamente se adueñaba de nosotros, al abrir las bolsas y ver el contenido, los ojos de todos refulgían jubilosos, se mostraban felices como niños, al dejar que nuestras manos penetraran y sacaran el rico tesoro guardado con esmero y caridad. Estar ahí era una delicia, reíamos con risa clara y alegre. De vez en cuando nos propinábamos, palmadas afectuosas en el hombro. Disfrutaba de la charla amena de los adultos, quienes al hablar dibujaban en sus labios una sonrisa, conversaban largamente de las actividades cotidianas del campo mientras sostenían en su mano la taza caliente del ponche y en la otra un buñuelo o un tamal. En este lugar, en medio del silencio de la noche, escuchando el ruido del agua que cae por las compuertas, el ladrido lejano de los perros, el suave movimiento de las hojas de los árboles al caer por el efecto del aire frio del invierno, se percibía cada vez más que se incrementaba un sentimiento de unión espiritual entre todos los ahí reunidos.

Escrito en: letras durangueñas poco, Cuando, alrededor, nacimiento

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