La viga caída
¡El gran día había llegado!
Tan importante era la ocasión para el Valle de Poanas que el amanecer había llegado más temprano.
El azul del cielo único en Durango pintaba de horizonte a horizonte, claro, abierto de par en par para permitir a la mano de Dios bendecir el matrimonio entre Graciela, hija de Don Rafael Bracho, y Luis López Negrete, vástago de Don Anastasio, uno de los más poderosos terratenientes del recién conformado estado.
Las haciendas aledañas alegraban el camino de los invitados. Por órdenes del jerarca de los Bracho, quien no había escatimado en gastos para el evento, las fachadas de las casonas coloreaban con listones de color amarillo con negro y otros combinando los colores azul y blanco, tal como el escudo de armas de los Sforza, anunciándoles a los pasajeros el origen de su italiano apellido.
El oligarca se sentía más orgulloso de sus muy lejanas raíces italianas que de las riquezas otorgadas por las tierras mexicanas. Le daba lo mismo pisotear las fructíferas tierras del campo que a sus muchos sirvientes.
Todos esbozaban una sonrisa sincera en sus rostros, sobre todo los esclavizados trabajadores de la familia, pues bien sabían que con las sobras de la exuberante fiesta bastaría para abastecerse por buen tiempo no sólo de alimento, sino de platillos que probablemente nunca volverían a paladear.
Pero, mientras todos sonreían y se empapaban con la alegría del ambiente, el rostro de Graciela mojaba el espejo con incontenibles y silenciosas lágrimas. Sola en su recámara rezaba en murmullos rogándole a San Diego, el patrono de la hacienda, la resignación que su corazón enamorado no cedía.
De pronto, unos golpeteos a la puerta de su recámara le obligaron a interrumpir su dolor. Limpió sus lágrimas y su nariz para borrar las huellas de su pena.
-Adelante- Dijo con la voz aún quebrada.
-Con permiso, señorita. Vengo a componer la viga rota- Solicitó aquel hombre alto, moreno, de ojos grandes e igualmente tristes.
El único infortunio acaecido ante la gran fiesta había sido la caída de una de las vigas del techo en la pieza de Gracielita, nada que lamentar y según Don Rafael, un buen presagio.
-¡Ah¡ Claro. Pasa Celso, creí que era mi madre- Dijo algo sorprendida.
-Puedo volver después si lo desea, señorita- sugirió el lacayo
-No, no, no. Por favor, pasa... y cierra la puerta- Le ordenó.
En cuanto lo hizo, ella se le abalanzó, y él, le respondió abrazándola deseando no soltarla jamás. La viga esperó recargada y fue testigo de la entrega de dos enamorados.
A pesar de sus esfuerzos, no pudieron detener el tiempo, y no les quedó más que guardarlo en un último beso.
El destino siguió su curso, la fiesta terminó y Graciela se tuvo que entregar por decisión de su padre, a su recién desposado.
Inmóvil, boca arriba y desnuda, lloró en silencio mientras que Luis hacia el amor solo.
Exhausto, desmontó a su esposa y exhaló satisfecho.
Aún agitado, sin importar la pasividad de su mujer, fijó la mirada en el techo, observó una viga que sobresalía de las demás por su textura brillante y una firma en ella que rezaba "Marzo de 1861 . Celso García"
-¿Quién es Celso García?- Cuestionó
-El que sostiene mi cielo- Contestó Graciela y le dio la espalda para llorar por siempre.