
Sírvanme otra copa: cantinas de Durango
Los bares modernos se denominan "antros", pero en realidad son boutiques con dulces bebidas complacientes y botanas-gourmet elaboradas por chefs artísticos. Como no me he acoplado a ese ambiente, decidí volver a las antiguas cantinas de Durango capital, acompañado por tres amigos socio-antropólogos de quienes me reservo el nombre por secreto profesional. Hicimos la visita a las 7 tabernas un viernes, y esto fue lo que pasó.
La Habana. Crucero de calles Pino Suárez y Regato. Llegamos como a las 5 de la tarde y estaba lleno. Casi no aprecié nada porque estuve de espalda a las mesas, solo podía ver las puertas de los baños y la barra, en cuya parte superior estaba un búho disecado observando a los clientes.
El Parral. Calle Gómez Palacio y Patoni. Ambientada con parafernalia de la revolución mexicana de 1910, la barra es grande y su amplia vitrina exhibe hartas botellas. Era el cumpleaños de la cantinera, había pastel y toda la cosa, por lo que nos unimos al festejo.
Después de tomar un par cervezas, le pedí a la mesera que me sirviera la especialidad de la casa y me contestó que ella era la especialidad, por lo tanto de inmediato quise llevármela a bailar, pero mis compañeros ya traían mucha prisa por llegar a los otros bares, por ello me jalaron de la chamarra sacándome de ahí, lo único que pude hacer fue gritarle a la dama: ¡Adiós amor mío, adióooos!
Club Verde. Gómez Palacio esquina con Pasteur. La barra es pequeña, hay cuadros de grupos rockeros y buen ambiente.
Entre los clientes reconocí algunos abogados, los distinguí porque soy de la misma calaña. Después de un par de rondas pedimos la bebida exclusiva del bar, consistente en mezcal curado con estafiate. Ir al baño es toda una experiencia: los mingitorios son cubetas de aluminio y para alcanzarlas apropiadamente, hay que subirse a una reja de plástico refresquera. Cuando estaba paladeando unos cacahuates japoneses y papas fritas con su respectiva salsita Valentina, mis cuates otra vez empezaron con sus prisas, por lo que interrumpí mi éxtasis botanero y me acabé la cerveza de un jalón.
La Espuela. Pereyra esquina con Madero. Su copa estelar es el "bull", una revoltura de whiskey, cerveza, jarabe y no me acuerdo qué más, aunque en realidad traía más hielo que otra cosa. Solo consumimos 4 bulls y botana, pero la cuenta nos salió más cara que juntando todo lo que pagamos en las tres cantinas previas. Definitivamente, fue un trago amargo.
La Rielera. Pereyra esquina con Juárez. Parece que las instalaciones no han recibido mantenimiento desde su inauguración; entre los adornos destacan la catrina con minifalda y tacones, así como el pizarrón con una leyenda jocosa pero moralmente inaceptable. La clientela de esa noche fue extravagante: en el rincón estaba un viejo lobo solitario, con la mirada perdida, bebiendo con amargura; en la barra, dos parroquianos platicaban coquetamente, otro portaba con orgullo su chaleco oficial de Servicios Públicos Municipales y conversaba con un ciego, este último quiso ir al baño y la mesera-cantinera-cajera lo acompañó hasta la mitad del camino, de ahí en adelante le dio instrucciones a gritos para que llegara exitosamente a su destino. En la mesa central había unos borrachos que primero estaban alegando cuestiones filosófico-electorales, y después cantaban a gritos los corridos norteños que sonaban en las bocinas (éramos nosotros).
El portador del chaleco mencionado ya estaba bien cuete, agarró su bicicleta para irse, pero antes, nos dirigió unos balbuceos incomprensibles que contestamos con un brindis, y después la cantinera guió al ciclista a la salida, echándole la bendición para que no le pasara nada.
Nacozari. Pereyra y Zaragoza. Ya estaba cerrado a las 10:07 pm.
Black Dog. Calle Nogal, en las faldas del Cerro del Calvario. En realidad llegamos a cenar, y devoramos toda la maciza de pollo (boneless) que había.
De esta manera finalizo mi crónica, gracias por acompañarme hasta el final de la parranda y no dejarme solo.