Añoranzas de un naranjo
Había un árbol de naranjas en la casa de mi abuela materna. Y digo "la casa de mi abuela" porque no conocí a mi abuelo, quien convirtió a su mujer en una viuda temprana. Había cumplido seis años cuando tuve mi primer encuentro con el naranjo (y con mi abuela). Suelo recordar, con una nostalgia extrema, los increíbles ascensos de Mona, la gata gorda con espíritu de Rottweiler, que ahuyentaba fieramente a sus congéneres felinos cuando éstos intentaban bajar al patio de la casa, con el propósito de zamparse alguna de las gallinas que se pavoneaban al sol, sabedoras de su inmunidad, al resguardo de la monísima Mona, quien era capaz de dejar maltrecho a cualquier intruso amparada en su habilidad de estratega y en su sentido del deber.
La presencia del naranjo de mi abuela en la trama de esta novela no fue premeditada. Al menos, no de manera consciente. Ahora, a dos años de haber colocado el punto final de la historia, he reflexionado lo suficiente para darme cuenta de que Crescence Castel pudo haber sido mi propio abuelo, que quizás existió siempre en mí, de alguna manera, en virtud de que fue él quien edificó la vieja casa que aún sobrevive en pleno Centro Histórico, en la cual murió y fue velado al estilo de su época. Sin embargo, supongo -y hago votos porque así sea- que la vida de mi abuelo no discurrió entre atrocidades como las que mi demiúrgico insomnio fraguó para el desdichado francés, quien abandona su país huyendo de la imagen cruel de la tragedia, representada en el suicidio de su padre (a quien encuentra ahorcado en su taller de joyería, pendiendo de una de las vigas del techo) y en el deceso de su madre (víctima de hipocondría y tristeza quien, a juicio de Crescence, bien pudo haberse suicidado también al consumir, en forma quizá intencional, una sobredosis de somníferos).
La escritura de Tiempo de Naranjos fue intensiva, en tiempo y en emociones. De la noche a la mañana tomé la determinación de participar en el concurso, cuya convocatoria había sido publicada varios meses atrás. Esta decisión no fue autónoma: influyó fuertemente el encomiable apremio de Jesús Alvarado, quien en su taller de creación literaria "El Apando" instó a las mujeres del grupo a "escribir una buena historia" y enviarla al certamen. Tal vez fueron su actitud convincente y el reto que había en sus palabras, los detonantes del impulso que me llevó a emprender sesiones maratónicas de escritura. Era necesario, sin embargo, realizar un plan de trabajo, a lo cual me aboqué de inmediato: imaginar la historia central; dividirla en capítulos, identificando cada subtrama; establecer la longitud de cada capítulo y, algo muy importante, definir el número de cuartillas a elaborar cada día a fin de completar doscientas, como mínimo, conforme a las estipulaciones de la convocatoria del concurso. Haciendo cuentas, la cuota diaria obligatoria resultó ser de cinco páginas, escritas a doble espacio. Parecía una meta sencilla, pero muy pronto advertí que no lo era, en virtud de que lo único que tenía en mi haber era el íncipit, que vino a mi mente en un viaje por carretera tiempo atrás, en medio del tedio y la somnolencia producidos por la línea blanca de la carretera y el paisaje repetido kilómetro tras kilómetro:
Y hasta allí llegaban las ideas; era preciso, entonces, decidir qué ocurriría después.
Las ideas fueron llegando entre soledades, madrugadas y tazas de café. Era evidente que si deseaba tener posibilidades reales de participar con dignidad en el certamen, debía dedicarme por completo a la realización del proyecto sin distracciones, pérdida de tiempo o reuniones sociales. Así, dejé de asistir a mis dos talleres de creación literaria: el
De Jesús Alvarado y el de escritura de novela contemporánea de Óscar Jiménez Luna (maestro que me ha enseñado, como a tantos otros, a construir los entramados de la narrativa, quien me invitó a su taller del IMAC a raíz del premio estatal de cuento que obtuve en el año 2003 en el certamen convocado por la Fundación Guadalupe y Pereyra que preside el Lic. Juan Ángel Chávez, culto amigo a quien conocí como feliz consecuencia de aquel concurso).
Enfrascada en la escritura, me di cuenta de que mi despensa había quedado vacía, igual que el refrigerador, lo cual a decir verdad, carecía de importancia en virtud de que, ante su ausencia casi absoluta, el apetito era una de las necesidades que menos me preocupaba satisfacer. De cualquier manera, me di algunas escapadas para comprar comestibles y hacer los pagos que garantizaran la permanencia de elementos tan indispensables como la energía eléctrica, el agua, el servicio de cable y otros. Los días se hicieron cortos; las mañanas se juntaban con las tardes y el anochecer se unía a la madrugada recorriendo los escenarios de Matanza, el pueblo que llegué a percibir tan vivo como los personajes. Una idea llevaba a otra y sentí que, a partir de cierto momento, la trama cobraba autonomía; los parlamentos de los personajes eran pronunciados por ellos mismos libremente, como una extensión de su propia esencia única, sin intercesión de mi voluntad. Otras veces, después de pasar varias horas ante la computadora, me daba cuenta de que los hechos, los diálogos y las situaciones eran erráticos y nada tenían que ver con la historia del francés y sus descendientes. Entonces borraba varias cuartillas en una sola tecleada, y esta acción traía sus ingratas consecuencias: reponer el trabajo deshecho, a fin de conservar el ritmo del proceso y completar la obligatoria cuota de páginas, lo cual sumó tiempo extra a la escritura.
Las pocas horas dedicadas al sueño estaban plagadas de voces y escenarios. Así vieron la luz el agorero Cambujo y la bruja Charanda, y se fraguó el regreso fantasmal de Crescencio Castel, fumando y recorriendo su amado patio de los naranjos bajo la luz de la luna ante los ojos asombrados de su nieta Francisca. Debo admitir que cada vez que mis personajes se situaban en el escenario de los naranjos, mi mente recreaba la situación con el telón de fondo de aquel árbol de mi infancia. Así, Francisca Castel lloró muchas veces al pie del tronco que escalaba Mona con bravura y lomo erizado, emitiendo un atigrado rugido que devastaba el ánimo del más pintado de los robagallinas.
La historia me envolvió en una forma extraña, y compartí la tristeza de Francisca tras su exilio obligado, y la satisfacción de su desquite ante la crueldad de la madre superiora que la obliga a sumergirse a mitad de la noche en un depósito de agua helada en donde casi muere por congelamiento. Compartí también su ira frente a la deslealtad de Karen Flaherty, su mejor amiga, quien aprovecha su ausencia para hurgar en el cajón de sus intimidades. Cabe agregar que, atribuyéndolo al gusto de Francisca, en ese cajón guardé
Un poema de Frost que siempre me ha parecido genial, así como un disco compacto de éxitos de Andrew Lloyd Weber y Tim Rice, a quienes admiro profundamente. Y del mismo modo, atendiendo a mis gustos personales, coloqué en el sonido ambiental del auto de un taxista la
De Queen e hice referencia al nombre real de Freddie Mercury. Creo, sincera y satisfechamente, que sólo el oficio de escritor proporciona el disfrute de semejantes privilegios.
Un mes más tarde, ante la premura del tiempo y el avance insuficiente en la escritura, opté por no volver a asomarme a la calle. Así, durante un par de días me alimenté exclusivamente de una buena ración de cajeta de membrillo que me regaló Herminia Ortiz Marrufo (elaborada por su hermana Nico), dulce obsequio que me permitió sobrevivir sin acosos de hambruna.
Finalmente, un par de días antes de la fecha límite establecida en la convocatoria del concurso, la novela quedó concluida. Eran cerca de las cinco de la madrugada cuando tecleé el final de la historia:
Quedé muy complacida ante el resultado de mi trabajo, si bien ignoraba que me esperaba una angustiosa sorpresa: a media mañana, al tratar de abrir el archivo con la intención de dar los últimos toques a la historia antes de proceder a imprimirla por triplicado, me di cuenta de que había desaparecido de la pantalla. Sentí un vuelco en el estómago, y la decepción casi me indujo al llanto, ante la idea de haber perdido el trabajo de cuarenta y tres días y la oportunidad de obtener un premio que, a mi juicio, tenía amplias posibilidades de ganar.
Media hora más tarde, ante mis desaforadas súplicas, como émulo de Flash Gordon llegó "Lennon", experto en computadoras y amigo de mis hijos, quien con una sonrisa condescendiente me explicó que el archivo estaba "oculto", mas no perdido. En un par de minutos el icono extraviado apareció, en lo que consideré el pase mágico más formidable de los últimos tiempos.
El 28 de octubre, mientras actuaba como jurado en un concurso de "Calaveras" en el municipio de Nombre de Dios, recibí la llamada del cineasta Juan Antonio de la Riva, quien me hizo saber que el jurado calificador en la ciudad de México, D. F., había concedido a
El Premio Nacional de Novela para Escritoras "Nellie Campobello" 2009.
La premiación del certamen, efectuada en Villa Ocampo, tierra natal de Nellie Campobello, fue muy emotiva. Pero ésa es otra historia.