De política y cosas peores
Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, intentaba con labiosas frases y especiosos argumentos convencer a Dulciflor, joven doncella, de que le hiciera donación de las nunca tangidas galas de su virginidad. Ella se resistía a dárselas -las nunca tangidas galas, quiero decir-, y Afrodisio porfiaba con la tenacidad que ponen en su lascivo afán los seductores, cuyo lema es “Si se resiste, insiste”. “No temas -le dijo a la muchacha-, al cabo no pasa nada”. Replicó ella: “No le temo a lo que pueda pasar, sino a lo que pueda quedarse”. (Don Abundio el del Potrero advierte a sus nietos sobre el peligro de embarazar a una muchacha. Les dice: “No dejen morralla en el mostrador”). “El ajedrez es demasiado juego para ser una ciencia, y demasiada ciencia par a ser un juego”. Con esas palabras sacramentales empezaba siempre su curso de ajedrez el maestro Alfonso Alveláis Carballeda en el Círculo de Empleados y Estudiantes de Saltillo, fundado por el padre Roberto García. Este sacerdote era particularmente diestro en la difícil tarea de obtener donativos de los ricos, riquillos, ricachos y ricachones de la ciudad para las obras de la Iglesia. El señor Guízar, obispo de la diócesis, solía decir que el padre Roberto era de la tribu de Isacar. Así, pese a la cicatería de los dinerosos, el convincente cura reunió lo necesario para tomar en alquiler una antigua casona de la calle de Victoria y establecer aquel sitio de reunión para muchachos y muchachas, que iban ahí a jugar ping-pong, tomarse un refresco y oír en la radiola las canciones de moda: “Cerezo rosa”, “Gema”, “Divina ilusión”. De ahí salieron muchos matrimonios cristianos, como antes se decía. En ese Círculo me aficioné yo al ajedrez, peligrosa afición, debo decir con el mayor respeto para los escaques y trebejos, por lo adictivo del juego y por la tensión que las partidas causan, tensión que a no pocos ajedrecistas ha llevado a la locura. Yo dejé de jugar ajedrez con humanos. Si perdía quedaba humillado, y poseído por un complejo de inferioridad que me duraba meses. Si ganaba era peor: me invadía el mayor de los pecados capitales, la soberbia, y me daba por pronunciar frases como “Me canso ganso”, “Lo que diga mi dedito”, “Yo tengo otros datos” y algunas más semejantes a ésas.
Así, ahora juego solamente contra la computadora. Si le gano me alegro sin jactancia; si me gana le miento la mamá y la apago. Todo esto viene a cuento por la noticia de que hay nuevo campeón mundial de ajedrez, por cierto el más joven en la historia del juego. He aquí que a los 18 años de edad Gukesh Dommaraju, de la India, se coronó al vencer en la última partida de su encuentro a Ding Liren, de China, que ostentaba la corona. Reproduje ese juego, y me deslumbró la estrategia del casi adolescente jugador. Ojalá el ajedrez no lo devore, y sepa que hay otros mundos más allá de los cuadros blancos y negros del tablero. Por lo pronto, le agradezco que me haya dado pretexto para no hablar hoy de política. Don Simplicio llamó por teléfono a la inspección de policía y le dijo al oficial de guardia: “Acabo de llegar a mi casa, y sorprendí a un ladrón de conducta sumamente extraña. Saltó por la ventana sin llevarse nada, y dejó aquí toda su ropa”. Los atributos pectorales de Galactina son muníficos. Alguien se refirió al botón de la ajustada blusa de la chica. “Pobrecito -comentó-. Tan pequeño y con tamañas responsabilidades”. A los nueve meses justos de casada la joven esposa dio a luz dos lindos bebés. El marido de la feliz mamá le dijo al médico: “No se vaya, doctor. Si esto es igual que hace nueve meses, después de media hora de descanso vendrá otra tanda de dos”. FIN.