Día de campo
Siempre he creído que si tuviéramos la capacidad de recordar todas nuestras vivencias, las risas, los juegos y el amor que recibimos de niños, tal vez cuando nos azotan los vientos de la vida nos encontrarían más fortalecidos. Hoy por un momento hago a un lado los pendientes, las preocupaciones, la ansiedad y todo esto que he permitido que domine mi vida. Cierro los ojos y de mis recuerdos aparece la imagen nítida de la niña feliz, amada y protegida.
La alfombra amarilla cubre gran parte de la explanada, pequeños trozos parecen haberse desprendido de las orillas y como montículos independientes se esparcen salpicados en los espacios donde rebotan los rayos de sol que tamizan las ramas de los árboles cercanos. Los contrastes de colores hacen vibrar el ambiente
Mis hermanos y yo nos reímos por cualquier tontera y lo que nos rodea nos causa asombro y admiración, estamos acostumbrados a ver los pájaros, los pinos de la sierra, las formaciones rocosas y sin embargo tal parece que las vamos descubriendo y competimos a señalarlas y enseñarlas al resto de la tropa como si las viéramos por primera vez. Mira, mira, por mi lado hay más árboles. Y por mi lado hay más rocas. Yo les gano, acá hay un montón de vacas. Todo es alegría.
Los huecos de la redila de la camioneta nos sirven como pequeñas ventanas por donde vamos viendo el recorrido sin perder detalle. Cierro los ojos mientras siento el aire frío que por la velocidad pega fuerte en mi cara, el viento alborota mi cabello y lo despeina todo. Debemos ir sentados, no tenemos permiso de ponernos de pie, es peligroso. Papá nos vigila constantemente por el espejo retrovisor y mamá no deja de ir volteando a vernos por la ventana que comunica la cabina con la caja de la camioneta. Sabemos leer todas las indicaciones que nos son dadas con una mirada, un gesto o una señal por mínima que sea. Somos niños obedientes, bueno no siempre, en ocasiones solemos ser audaces. Las prominencias de lámina que dejan las llantas sobre el piso de la caja de la camioneta, por su altura, como si fueran sillas son los lugares más codiciados, desde ahí se puede dominar mejor el paisaje.
Los domingos todo es fiesta, no hay ayer, ni hay mañana, todas las aventuras están contenidas en el día de hoy. Los pájaros se encuentran en pleno concierto, las mariposas parecen danzar mientras se elevan después de besar las flores. La lluvia dejó ayer el regalo de un clima fresco y el inconfundible aroma a tierra mojada.
Mi papá ha frenado la camioneta a la orilla de la carretera y baja por el camino de terracería para avanzar y acercarse un poco más al arroyo. Se ha detenido a la sombra de un árbol que será nuestro techo el dia de hoy. Como todos los domingos hemos salido al campo, cualquier lugar es ideal, donde podamos correr, una buena sombra, un "planito" para poner la lona o incluso el mantel y si hay agua aún mejor.
Papá y Mamá nos han pedido que bajemos con cuidado.Hace tiempo que llevo el cabello corto y no me da problema, aunque se ha puesto grifo por el aire, pronto lo acomodo con ambas manos, mi mamá nos lo corta siempre que se requiere. A mí no es algo que me interese, digo lo de llevar el cabello corto, pero la única que lo lleva largo y además hermoso es Pily mi hermana.
Los ojos de Carmen con su color aceituna parecen brillar más que nunca, seguro ya está buscando a su alrededor una lagartija para asustarnos o creando en su cabeza una historia de monstruos y fantasmas en el bosque. Tiene unas ocurrencias increíbles, no me explico cómo se las ingenia siempre para estar inventando juegos, actividades y sobre todo travesuras.
Lo que me queda claro es que ella logra dejarnos boquiabiertos en muchas ocasiones. Entre todos ayudamos a bajar las cosas para pasar el gran día. Nuestro domingo, el día de fiesta de la familia.
Sobre el mantel de cuadrillé amarillo bordado con hilaza negra que hicimos en la escuela mi hermana Carmen y yo, ya se encuentra la canasta blanca de tejido plástico que conservo desde mis recuerdos más remotos como insustituible y fiel compañera en estos días felices. Mi mamá siempre hacendosa y previsora, la preparó muy temprano con suficiente comida, ahora empieza a desocuparla, pues la usaremos para nuestra cosecha.
Miguel que es el mayor y el más fuerte es el comisionado permanente de llevar con cuidado la sandía a la orilla del arroyo, ahí la deja sumergida en el agua, hace un pequeño bordo, revisa que quede segura, es un gran experto, lo cual no evita que dos o tres veces se la lleve la corriente. Más tarde que decidamos comerla estará fresca y jugosa. Soy la encargada de llevar la canasta. Por fin después de más de una hora de haber salido de casa y a petición de mamá venir atisbando por el camino, hemos dado con el tesoro, ahora debemos recolectar yerbaniz más tarde.
En ese entonces yo era introvertida, flacucha y fea, pero no me daba cuenta y si me hubiera dado cuenta no me hubiera importado, me sabía profundamente amada por mis padres, libre y felíz.
Ser portadora de la canasta me hizo sentir como modelo, seguida por todos mis hermanos, por arte de magia empecé a caminar y luego a correr sobre nubes mientras nos dirigimos a la maravillosa alfombra amarilla, el aire fresco y el aroma del yerbaniz entra a mis pulmones, en el campo no existen las matemáticas ni las fechas importantes de la historia universal ni las ubicaciones geográficas que vuelven loca mi cabeza en los exámenes finales, aquí todo es libertad y alegría. Aunque son más pequeños, Lulú, Geño, Jesús y Alma también participan en los juegos. Javi apenas viene en camino.
Al medio día mi mamá nos llama a comer, entre la alegría de organizar una carrera piso una pequeña piedra que me hace perder el paso y mi rodilla se estrella en un lunar de grava, la sangre es abundante y las lágrimas aún más. Mis hermanos me ayudan a llegar a donde se encuentran nuestros padres. Presurosa mi mamá me atiende. Después de lavar con agua hervida la herida queda colgando un trozo de piel ya imposible de acomodar para que cicatrice. Hay que cortarlo. El único equipo quirúrgico disponible son las tijeras de costura.
Entre juego y juego pasa el domingo y pronto anochecerá, mi herida en la rodilla no me impide disfrutar de cada momento, llega la hora de recolectar el yerbaniz, esa plantita maravillosa que en un rato inundará con su aroma nuestra casa mientras nos bañamos. Ya en piyama conservando en la piel el calor del agua tibia, nos preparamos para tomar un delicioso té de yerbaniz recién cortado, pintadito con leche y acompañado de una semita de harina integral con su olor a anís, y su enorme ombligo de piloncillo, ese pan hecho por mamá con el sabor único con que solo mamá sabe hacerlo.
Por qué la infancia pasa tan rápido? Por qué no guardamos para siempre nuestras risas e inocencia? Por qué aunque conservemos en la memoria los sonidos, los olores y los sabores perdemos la capacidad de volverlos a experimentar con la misma intensidad y asombro?
Hoy a mis 68 años, cómo todos los días regresé a casa de mis padres, esa casa en donde siempre que entro me sigo sintiendo abrazada y amada. Papá hace dos años que murió y mamá siempre tan activa ahora pasa la mayor parte del tiempo cuidando las macetas de sus orquídeas que ha puesto en un carrito servibar para facilitar moverlas de lugar, les cambia la corteza, acomoda sus raíces, las fertiliza, las desinfecta, las revisa esperando con ilusión encontrar un nuevo brote.
Necesito una servilleta y abro la despensa, en el entrepaño superior de madera envejecida, aún sin encender la luz puedo ver el bote de lámina perfectamente cuidado, luciendo alegre las flores que lo decoran y su tapa roja, dentro se conserva el yerbaniz que ya no vamos a recolectar y mamá desde hace años acostumbra comprar dónde puede conseguirlo.
Hoy tengo mi propio bote de lámina para conservar el yerbaniz, me encanta y lo valoro. Es blanco tiene impreso con letras negras "Life begins with tea" ("La vida empieza con té"). Hace pocas navidades mi amiga Chata me lo regaló llenito de hojas aromáticas recolectadas en los terrenos de su casa de la sierra, desde entonces y hasta siempre, mientras yo esté aquí guardará el delicioso té listo para ser preparado. Me inclino para alcanzar con la yema de los dedos mi rodilla, al tacto encuentro esa pequeña cicatriz en forma de pasa que me trae tantos recuerdos.
La canasta blanca de tejido plástico con toda su historia contenida, permanece muda sobre el mueble que guarda la latería. En el silencio y obscuridad de la despensa tal vez sigue escuchando el eco de mis risas y la de mis hermanos un domingo cualquiera de mi infancia.