Editoriales

OPINIÓN

No, la democracia estadounidense no es el modelo

Urbe y orbe

No, la democracia estadounidense no es el modelo

No, la democracia estadounidense no es el modelo

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

Formo parte de una generación que creció escuchando y leyendo que la democracia de Estados Unidos era el modelo a seguir en el mundo. Vimos cómo la potencia americana emergía victoriosa de la Guerra Fría. Ya no había rival para el imperio liberal del Tío Sam. El mundo era uno y estaba regido por el hegemón de las barras y las estrellas. Lo americano era sinónimo de algo genial, envidiable, apetecible, deseable. Militar, económica, política y culturalmente no había en el orbe otro poder de esas dimensiones. La magnitud y alcance de la Unión Americana en los 90 sólo era comparable con la de los grandes imperios referenciales del pasado: el británico y el romano.

Bajo esa óptica embriagada de americanismo tenía cierta lógica pensar que la democracia estadounidense era la mejor del mundo. Era el sistema que aportaba mayor estabilidad a una sociedad próspera y rica. Y así se creía aunque no fuera cierto. Se obviaba, por ejemplo, que durante el siglo XX hubo un atentado casi cada década contra un presidente o candidato a la presidencia de Estados Unidos. Demasiada violencia política para una democracia modelo. Hoy que las contradicciones internas y externas proliferan, se hace evidente ante nuestros ojos la imperfección de la democracia estadounidense. Y en el cuadro de la imperfección hay numerosos componentes. Sólo apunto aquí tres.

Comienzo con el que me parece más evidente. Pese a la juventud de los Estados Unidos como estado nacional, su sistema electoral es arcaico y obsoleto. Contrario a lo que se cree, los ciudadanos estadounidenses no eligen de forma directa a su presidente. Lo eligen los delegados (compromisarios) de un Colegio Electoral. Cada estado aporta un cierto número de compromisarios, dependiendo de su población. El estado que más delegados aporta al Colegio es California, con 54; el que menos es Wyoming, con 3. Salvo en dos entidades federativas, el partido que obtiene más votos ciudadanos se lleva el total de los delegados de cada estado. Para ganar la elección presidencial, un candidato necesita el voto de 270 de los 538 compromisarios del Colegio Electoral. Por lo tanto, la democracia electoral estadounidense es indirecta.

Ahora bien, ¿por qué los fundadores de Estados Unidos escogieron un sistema así? Hay varias razones. Querían que hubiera un equilibrio entre representación ciudadana y representación estatal. Es decir, que los intereses de los estados de la Unión no quedaran subordinados al voto popular. Otras razones fueron intentar descentralizar el poder Ejecutivo federal y facilitar el proceso de elección del presidente haciéndolo a través del voto de unos cuantos delegados y no del voto directo de miles de ciudadanos. En el fondo, la desconfianza de un poder federal demasiado grande movió a los fundadores a buscar contrapesos o equilibrios desde la elección presidencial.

Pero el sistema del Colegio Electoral ha producido nuevos desequilibrios. Ha terminado por inclinar la balanza a favor del Partido Republicano y ha disociado la intención del voto ciudadano del voto del Colegio. Muestra clara de ello es que en el siglo XXI se han celebrado, hasta antes del proceso actual, seis elecciones presidenciales, de las cuales sólo en una los republicanos han obtenido más votos totales de los ciudadanos; en cambio, han gobernado en tres periodos. George W. Bush y Donald Trump fueron presidentes por primera vez a pesar de sumar menos votos que sus contendientes demócratas. Visto desde una óptica estrictamente democrática liberal, se trata de un absurdo que habla de lo arcaico y obsoleto del sistema electoral estadounidense.

Lo absurdo del sistema de elección por Colegio es apenas la punta del iceberg. Un problema más profundo es lo poco representativo del modelo democrático estadounidense. Lo podemos ver por género, etnia y clase. Aunque las mujeres son poco más del 50 % de la población estadounidense, su participación en el Congreso de los Estados Unidos apenas ronda el 25 %. La población hispana, negra y de otras minorías representa el 43 % del total de los estadounidenses, pero su participación no llega al 35 % en la Cámara de Representantes y apenas alcanza el 25 % en el Senado. En la cuestión de clase, la situación es peor. El grueso de la población de Estados Unidos es considerado de clase media baja y baja. No obstante, entre el 80 y el 85 % de los representantes y senadores pertenecen a las clases media alta y alta. Los hombres ricos blancos no hispanos están sobrerrepresentados en el Congreso del que presume ser el país más democrático del mundo. En vez de una república democrática, Estados Unidos se parece más a una república aristocrática o a una plutocracia.

Con estas fallas de origen, llegamos al tercer componente del cuadro de la imperfección de la democracia estadounidense. El miedo se ha apoderado de la política de los Estados Unidos. Y el miedo no llegó con Donald Trump. Llegó con George W. Bush y su guerra externa e interna contra el terror. Trump sólo potenció el miedo y lo volvió su arma predilecta. ¿Miedo a qué? Unos cuantos datos nos dan una idea.

Durante la década pasada China superó a Estados Unidos como la economía más grande del mundo a valores de paridad de poder adquisitivo. También lo rebasó en volumen de producción industrial y en registro de nuevas patentes. Además, el gigante asiático desplazó a la potencia americana como primer socio comercial de la mayoría de los países del orbe. La distancia entre el poderío militar de Estados Unidos y el de China y Rusia ha disminuido considerablemente en los últimos años. El dólar, pilar de la hegemonía estadounidense, ha perdido relevancia como divisa de reserva en el mundo y como moneda en las transacciones comerciales. Y mientras la población blanca no hispana registra una disminución porcentual constante, los hispanos son el grupo que más crece en proporción dentro de Estados Unidos.

Con todos los datos mencionados podemos intuir que las élites políticas y económicas de Estados Unidos tienen miedo a ver mermada su posición de privilegio en la pirámide global. Tienen miedo a la pérdida de poder de su país frente al surgimiento de potencias emergentes. Tienen miedo a la disminución de la capacidad de sus instrumentos de control, como lo han sido el aparato militar y el dólar. Y, por último, tienen miedo a perder su preponderancia dentro de Estados Unidos frente a las minorías que crecen en número. El miedo es lo que hace que un personaje como Donald Trump, convicto, procesado por cargos penales, presunto responsable de instigar un intento de golpe de Estado y con una retórica racista y misógina, haya podido ser presidente y pueda volver a serlo. Si en esta elección no lo consigue, vendrán otros Trump. Y, de cualquier forma, su discurso ha permeado ya incluso en las filas del Partido Demócrata. No, la democracia estadounidense no es el modelo.

Urbeyorbe.com

Escrito en: OPINIÓN EDITORIALES Estados, Unidos, miedo, democracia

Noticias relacionadas

EL SIGLO RECIENTES

+ Más leídas de Editoriales

TE PUEDE INTERESAR

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas