Si migrar es un derecho, ¿por qué es un problema?
Nos fuimos porque en nuestro país ya no se puede vivir. Esta frase resume las palabras de la mayoría de las cerca de 100 personas que son atendidas en el Centro de día para migrantes "Jesús Torres". La población en tránsito venezolana es la más numerosa, siete de cada diez, de acuerdo con voluntarios del centro. De enero a noviembre de 2023, según la Secretaría de Gobernación, ingresaron a México 686 mil 732 personas en situación migratoria irregular, de los cuales 194 mil 631, casi el 30 %, proceden de Venezuela. Son familias enteras. También hay de Colombia, Ecuador, Honduras, Guatemala y de países africanos como el Congo.
Reconozcamos una realidad: dejar tu país exige valor. Los migrantes no son personas débiles. Todo lo contrario. Ryan Holiday lo dice en La llamada del coraje: "¿Cansados? ¿Sumisos? Hablamos de guerreros infatigables. Son los descendientes de los pioneros y exploradores. ¿Dónde estaríamos nosotros sin esa clase de coraje?". Son personas que ante el cierre de las puertas de la vida en su país, toman la decisión arriesgada de abrir oportunidades en otro sitio. Su valor es incuestionable. Y es preciso hacer una distinción.
Existen dos tipos de migración: la voluntaria y la forzada. Dentro de la primera caben todas aquellas personas que migran sin razón alguna que los obligue, suelen hacerlo de forma regular y con la única condicionante de su capacidad económica. No obstante, aún así hay quienes enfrentan políticas o actitudes racistas. La migración forzada es la que se realiza empujada por causas ajenas a la voluntad personal: represión política, religiosa o étnica; crisis económicas severas, y violencia, ya sea por guerras o crimen. No son pocos los casos de personas que padecen más de una causa y, a veces, todas. Sus condiciones de migración suelen ser irregulares.
Dejar su casa. Atravesar selvas, desiertos, feudos criminales. Recibir malos tratos de autoridades y civiles que los desprecian desde posturas xenófobas e inhumanas. Ser criminalizados y estigmatizados como causantes de problemas que no les corresponden, por ejemplo, la inseguridad y la falta de empleo. En suma, ver violentados sus derechos... si es que no pierden la vida en el camino, como los 1,104 que murieron o desaparecieron entre enero y noviembre de 2023, según El Proyecto Migrantes Desaparecidos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), en las rutas de las Américas. Todo esto implica ser migrante forzado.
Antes de la Primera Guerra Mundial prácticamente no existían impedimentos legales para la movilidad internacional. Una persona podía entrar y salir de su país de acuerdo a sus posibilidades económicas. La necesidad de reclutamiento militar y la desconfianza entre naciones llevó a los gobiernos a registrar a sus ciudadanos y controlar sus movimientos. Así nació la obligatoriedad del carné de identidad, del pasaporte y los visados en casos especiales. La migración se convirtió en un asunto de estado.
El control de la movilidad a través de los registros poblacionales y la categorización de ciudadanos tras la Gran Guerra creó un escenario propicio para la comisión de atropellos y atrocidades contra las personas que no poseían la nacionalidad legal del país de residencia. Esta situación intentó ser corregida por la Declaración Universal de Derechos Humanos proclamada por la Asamblea General de la ONU el 10 de diciembre de 1948, que, en su artículo 13, indica: "Toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado. Toda persona tiene derecho a salir de cualquier país, incluso el propio, y a regresar a su país."
Este hecho nos lleva a cuestionarnos: ¿por qué si migrar es un derecho humano, se ha vuelto un problema que afecta, sobre todo, a quien se ve obligado a emigrar?
El problema radica en que, dada la estructura bajo la cual surgió la ONU, la Declaración Universal es más un acuerdo de voluntades que un auténtico régimen de derechos. Son los estados integrantes de la ONU los encargados de hacer cumplir los derechos planteados en la Declaración. En términos prácticos, la pertenencia a una comunidad humana acreedora de unos mismos derechos sólo se da a partir de una ciudadanía nacional, es decir, de la pertenencia a un estado. Y como la mayoría de los estados no cuentan con la capacidad real de proteger a sus ciudadanos fuera de su territorio, estos quedan a merced de la interpretación que el estado del que son inmigrantes haga sobre los derechos.
Y, peor aún, existen estados cuyos gobiernos muestran escaso o nulo interés de proteger los derechos de sus propios ciudadanos, por lo que estos se ven obligados a emigrar. Tal es el caso de Venezuela, sólo por citar como ejemplo al principal país expulsor de América del Sur en estos momentos. Así, los migrantes quedan atrapados en una cadena de abandono y desprotección que inicia en sus países de origen y se extiende a través de los estados de tránsito hasta las naciones destino.
Incluso no debe descartarse el hecho de que, como ya ocurrió en tiempos pasados, haya gobiernos que propician de forma directa o indirecta la emigración para disminuir la presión social y minar las capacidades de una potencial oposición. Por su parte, los gobiernos de los países destino, en vez de contribuir al respeto integral de las personas migrantes, se enfocan en criticar a los estados expulsores según los vaivenes del polarizado ambiente electoral, mientras violan los derechos de quienes buscan una oportunidad de vida en su territorio.
Para tratar de llenar los vacíos dejados por la Declaración de 1948, la Asamblea General de la ONU aprobó el 19 de diciembre de 2018 el Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular, un marco de cooperación internacional que contempla 23 objetivos además de compromisos específicos que sirven de guía para que los estados cumplan sus obligaciones en materia de Derechos Humanos. Pero al no ser vinculante, el cumplimiento queda a criterio de los gobiernos de los países, cada vez más tendientes a hacer de la migración un asunto político electoral desde una visión distorsionada de la soberanía nacional.
En un contexto global de creciente inestabilidad y tensión en aumento, con desplantes autoritarios y xenófobos en boga, será muy difícil que el Pacto logre garantizar el derecho a una migración segura. El tema debe ser desvinculado de las agendas partidistas para resolver las causas profundas de la migración forzada, a la par de que se establezcan medidas de protección temporal para quienes hoy se ven obligados a dejar sus hogares. Son dos trenes a distinta velocidad, pero con el mismo destino. La migración debe ser un deseo, no una necesidad.
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