
Páginas de ayer
Ciertamente fue en la escuela. Un cúmulo de ellos se me presentaba cada año para ser forrados y ponerles mi nombre y el título. Cuidadosamente arreglados, los colocaba dentro de mi pupitre o de mi mochila, para luego sacarlos para cumplir con mi tarea: estudiar de tal página a tal página, porque al día siguiente era el examen.
Como siempre deseaba ser la estrellita del grupo, y estar en el primer lugar, las páginas me las devoraba para grabarlas en mi mente, de tal manera que de memoria podría citar todos los datos que en ellos se encontraban. Solamente que pasada la prueba, y después de un 10 de calificación, todos los documentos se me borraban como por arte de magia.
Educada en un ambiente de niña bien, utilizaba todo mi tiempo libre en aprender lo que toda buena mujercita debía saber: tejer, bordar, coser, cocinar, tocar el piano, etc. Aunque los libros de cocina y los libros de música tampoco los utilicé, pues continuaba con mi costumbre de aprendérmelos de memoria.
Yo siempre dije que era una pérdida de tiempo el ponerse a leer, que lo mejor era hacer manualidades, para que se vieran los resultados y fueran útiles para los demás. Aunque no puedo negar que de vez en cuando caía a mis manos algún cuentecito de La pequeña Lulú, o las anécdotas de La Familia Burrón, que me aburrían más que entretenerme. Me simpatizaban los sobrinos del pato Donald y las travesuras del conejo Bugs. Esa fue mi única alimentación literaria.
Durante los años de mi adolescencia había en casa de mis papás, dentro de una antigua cómoda, y guardado bajo doble llave, un enorme libro con una bellísima portada negra, grabada con figuras y letras en color grana y oro; pero se me tenía prohibido el acceso a tan misterioso volumen. Mi curiosidad por conocer tan valioso secreto, iba en aumento año tras año, hasta que un día en que me encontraba sola me las ingenié para conseguir las llaves y abrir la cómoda negra, fiel guardiana del tesoro oculto.
Visiblemente nerviosa, me aseguré de que nadie estuviera presente, y con manos temblorosas tomé las llaves; probando una a una hasta que el cerrojo de la puertecita dio un giro que me paralizó el corazón: estaba frente a mí, nada más y nada menos que el misterioso gran Libro Sagrado. Asustada, sacando fuerzas, lo tomé entre los brazos para penetrar en el abismo de lo prohibido. Por fin se revelaría el secreto.
Sentada en el suelo con mis piernas entrecruzadas, y sosteniendo el libro en mi regazo, lentamente lo fui abriendo, como temerosa de que me saltara algún ángel o demonio; no lo sabía, pero ya lo iba a averiguar. Súbitamente las páginas se abrieron de par en par, para mostrarme su contenido en toda su magnificencia: ¡Era una Biblia escrita en latín! ¡Qué decepción!
En un momento oportuno de mi vida apareció entonces un enorme libro de más de mil setecientas páginas, pesadísimo, con una gruesa pasta como cubierta. No era pues un libro común y corriente, sino un libro mágico, vivo, fascinante, lleno de personajes, que poco a poco se me fueron presentando, hasta lograr con algunos de ellos una gran familiaridad.
El libro me hablaba como si me conociera desde siempre. Si yo estaba triste me daba palabras de consuelo; si estaba alegre su risa se confundía con la mía. Si tenía alguna duda o conflicto, cual sabio anciano me aclaraba mi turbado corazón. Encontré en él al amigo, al consejero, al padre, al hermano, a la madre, al maestro; aunque reconozco que a veces me parecía como si estuviese escrito en un extraño lenguaje, que mi mente no comprendía.
Así me inicié en la lectura: fue mi primer contacto con un libro...y me enamoré de él, a tal grado que lo tengo siempre como mi compañero de vida: es mi Biblia. Había ya comenzado mi descubrimiento de los libros, mis amigos los libros. (La autora de este artículo es nacida en Durango. En el año 2009 publicó el libro Soy lo que fui).