La cruz del cerro de las calaveras
Y todo es cuestión de poderla cargar, aprovechando lo oscuro de la mañana. Si fallamos, quedaremos a la vista de los curiosos, porque así pasa: cuando va uno de visita nadie se entera, pero cuando las intenciones son otras, todos nos miran.
Eso dijo Matías Alebrijes, respirando hondo, para echarse un buche de cerveza, como si fuera la última que quedara sobre la tierra.
El otro amigo, al que solo se le conocía con el mote del Opaco, no se sabía si por el color de su piel o por lo silencioso que era. Movía con pocas ganas las fichas de dominó, a la vez que con los ojos entrecerrados, escuchaba la plática de Matías. El ruido de las fichas sobre la mesa de lámina, apenas si dejaba escuchar la charla. Animado por los tragos, Matías continuó, como si estuviera hablando solo: -Me lo contó el viejillo aquel, el de la Colonia Morga, antes de que lo mataran los ladrones.
¿Se acuerda que lo mataron por robarle los raquíticos pesos de su raya? Si ya sé que nada más le dábamos un poquito de mezcal y se le abría la boca, como si tuviera dentro tantos espíritus y tesoros que hasta le hacían brillar el diente de oro. Pero esa vez me habló a lo derecho. ¿De dónde íbamos agarrar mezcal, si era un primero de mayo y había ley seca? Él fue el de la idea, hasta nos juntamos más de cuatro veces para estudiar el plan. Pero ya ve, se lo echaron por nada, por vivir tantos años y saber mucho, como que tamaño peso les molestó a los rateros, ¡Dios lo tenga en su gloria! Pero me dejó el gusanillo adentro.
Por eso se lo platico, porque sé que usted es de ley y sobretodo nada comunicativo. Todo es cuestión de llegar al cerro, desanclar la cruz y regresarnos. Ta fácil, hay después nos repartimos de lo que nos den por ella.
El Opaco sonrió, pero no por las palabras de Matías, sino porque de las siete fichas que le tocaron, cinco eran mulas y no había cambios, según la regla: Nos vamos con lo que agarramos.
Siguieron jugando y entre cada sorbo de cerveza, le revivían a Matías las palabras del viejo, esas que no se pudo llevar a la tumba: “Es una cruz de mármol, la trabajó el maestro Montoya, el mero bueno, dizque fue una promesa de uno de los más ricos de Durango, y cuesta lo que usted y yo, no nos acabamos en los días que nos quedan de vida.”
Iban ya rumbo al cerro y aún a Matías se le atragantaban las palabras del viejillo. Pensó para sus adentros: “Cómo se fue muriendo el pinchi viejo, cuando ya teníamos planeado el robo”. Y luego escuchó con el runrún del viento, como si alguien contestara a sus pensamientos: “Los días que nos quedan de vida...”
El Opaco siempre platicaba para adentro, nadie sabía que de cosas le revoloteaban en la cabeza. Con la bolsa del itacate y la barra de hierro se achaparraba más su figura. La luz de las estrellas se despedía aporreada por el amanecer.
El Cerro de las Calaveras queda hacia el sur de la ciudad, siempre pasa desapercibido, porque la mole del de Mercado y la arquitectura del de los Remedios, llenan los ojos de los pobladores. Es un cerro seco, que solo se llena de pasos cuando los peregrinos lo visitan el tres de mayo.
Una lluvia temprana comenzó hacer resbaladizo el camino, como si el cerrito al sentirse profanado, pidiera clemencia al cielo. El camino se les hizo más pesado, Matías tuvo que quitarse el sombrero para cubrir y no se les mojara, el bombillo de dinamita, con el que pensaba destruir la base que soportaba la cruz. En cada paso que avanzaban sentían como que la cruz iba creciendo y el cerro se empinaba más. Ya nadie hablaba como si desde el principio de la aventura ninguno se conociera, solo cargando de sobrepeso, el fardo de sus pensamientos.
En una de las laderas más elevadas, el Opaco resbaló, pisó la correa del guarache y se le dobló el pie, cayendo cuan corto era (por lo chaparro). Un ¡ay! De dolor le salió desde el fondo de su serenidad, y después le salió la voz de todas las palabras que había callado en su vida.
-Hasta aquí llegué mi Matías, creo que ya me jodí la pata. Algo ha de tener esa cruz que no me dejó llegarle. Ya no puedo andar, aquí te espero, hay tu sabes si le sigues solo o mejor nos arrendamos.
Faltaban solamente unos cuantos metros, los más difíciles. La cumbre estaba llena de piedras, de esas piedras redondas que parecía un valle de calaveras y en medio estaba la cruz. No había de otra, o se era o no se era.
Matías se echó encima la carga del Opaco y siguió el ascenso.
Era una cruz magnífica, en cuyos brazos se realzaba la historia de Jesucristo, desde el pesebre a la subida a los cielos. Las figuras eran impresionantes, parecía que tenían vida.
Entre más las observaba Matías, menos podía separar los ojos de ellas. Lágrimas le bajaban por el rostro cayendo en la base de concreto en donde se confundían con la humedad que dejara la lluvia. El eje central con letras doradas decía la fecha del milagro y se ahondaba en el sitio donde había muerto el redentor.
Se le salió un largo suspiro y un temblor en las manos le comenzó a distraerse. Respiró profundamente y dijo entre dientes: Ni modo a lo que vine...
Con la barra hizo un pequeño barreno en la base de la cruz, con mucho trabajo porque el concreto estaba fraguado con toda la mano.
Colocó el cartucho de dinamita y encendió el cerillo. Ya iba a prender la mecha, cuando se limpió el sudor que le entraba a los ojos y lo hacía llorar. Miró otra vez la historia de Jesús, más al llegar a la crucifixión, con gran sorpresa vio algo que lo llenó de terror. El cerillo se consumía en su mano y él no lo sentía. En vez del rostro del Divino Señor, estaba la cara del viejillo aquel que le había hablado de la cruz, y más aún en lugar de los ladrones Dimas y Gestas, eran el Opaco y Él mismo, que con lágrimas en los ojos suplicaba al de en medio que se acordara de él.
El cerillo le quemó los dedos y al soltarlo cayó exactamente en la mecha de la dinamita.
Un estallido hizo temblar el cerro. El Opaco desde más abajo vio arder la cruz, como si fuera una llamarada y después poco a poco fue desapareciendo hasta dejar la cumbre sola.
Con el miedo retumbándole en el pecho, como pudo, arrastrando el pie quebrado, trastabillando y apoyándose en una rama seca de mezquite, comenzó la bajada.
El retorno siempre es más corto que el comienzo, pero a él, le parecía tan largo como si fuera un camino distinto al de la mañana...